El 28 de abril de este año murió Michael Collins. Para los más jóvenes, ese nombre quizá no significa nada. Para mí, en cambio, la noticia de su fallecimiento me estremeció porque me hizo recordar el 20 de julio de 1969, uno de los días más emocionantes de mi vida. Ese día Neil Armstrong y Edwin Eugene Aldrin pisaron la superficie de la Luna. El tercer integrante de la misión Apolo 11 fue Michel Collins. Él no bajó. Se quedó en la nave Columbia, orbitando la Luna, para esperar a que Armstrong y Aldrin regresaran en el módulo lunar Eagle y pudieran partir de regreso a la Tierra.
Collins puede verse como el símbolo de aquellos que estuvieron muy cerca de alcanzar un logro enorme, pero tuvieron que conformarse con un segundo lugar o un rol secundario. Muchas veces en mi vida me he sentido como Collins. He visto la Luna desde la ventanilla mientras que otros han sido quienes pisan su suelo, quienes logran el objetivo, quienes alcanzan la gloria. Seguramente, estimado lector, ha habido ocasiones en las que usted también se ha sentido un Collins en la vida.
El héroe de aquella gesta inolvidable de la humanidad fue Neil Armstrong: el primer hombre en la Luna. En la vida no todos podemos ser Armstrong, no todos podemos ser protagonistas. Sin embargo, Armstrong no llegó a la Luna por sí solo. Miles de personas estuvieron detrás de él: los científicos que diseñaron la nave, los ingenieros que la construyeron, los técnicos que la instalaron. Sin ellos, la misión no hubiera sido posible. Sin Aldrin, el segundo hombre en pisar la Luna, Armstrong tampoco hubiera podido llegar a su destino. Pero, por lo menos, Aldrin tuvo la fortuna de dar un paseíto por la superficie lunar. Collins, en cambio, a pesar de acumular un total de 266 horas en el espacio exterior, de orbitar la Luna treinta veces, jamás puso un pie en ella.
¿Qué sentía Collins mientras volaba en solitario alrededor de la Luna?, ¿envidia u orgullo? Quizá una mezcla de ambos sentimientos. Pero estoy seguro de que lo que predominó fue lo segundo. Collins vivió una larga vida llena de reconocimientos y logros. Cuando veo sus fotografías no lo imagino como un hombre amargado. Estoy convencido de que él sabía que su participación en la misión del Apolo 11 fue fundamental. Aquí podemos darle un giro positivo a la frase de “ser un Collins” y afirmar que eso significa tener la consciencia tranquila de haber participado en algo grande y bueno, aunque no haya tenido el rol protagónico. Vivir de esa manera es superar las pequeñeces del egoísmo individualista para alcanzar la sabiduría de quien entiende que todo, absolutamente todo, lo que ha logrado la humanidad, lo ha realizado de manera colectiva. Entonces digo: ¡seamos todos como Collins!