Momentos estelares de la representación

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

La representación es un problema. Entre la mera copia y la exposición vívida de un tema se abre un debate interminable, que le ha interesado a la filosofía y que el arte encarna. En el terreno del arte, la obra más rabiosamente contemporánea, híper consciente de sí misma, en realidad no queda tan lejos de la representación de un bisonte en la cueva de Lascaux.

El autor de ese bisonte es el artista (hay que llamarlo de alguna manera), figura que incomodó muchísimo a Platón, quien razonaba así: hay una idea de bisonte, un modelo perfecto del cual todos los bisontes de este mundo son una copia; al dibujarlo en una pared, el artista miserable está copiando una copia. Si hay un mundo de ideas modélicas, todo en el mundo nuestro es representación, y todos somos, en la ciudad platónica, plagiarios.

Las hermosas paradojas visuales de Magritte y la gramática del Tractatus de Wittgenstein, que quisiera ser autosuficiente, encaran el problema de la representación, a veces riéndose (la pipa de Magritte sí es una pipa, aunque no se pueda fumar) y a veces optando por el silencio, como cuando Wittgenstein se descubre atrapado por el lenguaje (que no lo es todo) y se impone mejor callar.

El asunto fascinó a Borges, quien repetidamente juega con la idea de un mapa que se incluya a sí mismo, o de una biblioteca de bibliotecas. Su personaje Pierre Menard es un ilustre ejemplo de los avatares de la representación, ya que su obra maestra (no incluida en su bibliografía) acaso sea un capítulo del Quijote, fiel, palabra por palabra, al Quijote de Cervantes, pero diferente: Menard no copia el original sino que lo vuelve a escribir, para lo cual ideó un método “relativamente simple”: aprender español, abrazar la fe católica, pelear contra los moros y los turcos, olvidar la historia de Europa entre los años 1602 y 1918 y ser Miguel de Cervantes. Al cotejar dos párrafos aparentemente idénticos, veremos que la complejidad de Menard es más interesante que la espontaneidad de Cervantes…

Cézanne no imaginó que sus pinceles y sus manzanas estaban pariendo al arte moderno, y tampoco que sería protagonista de una rabieta sobre la representación. Él pintó a su esposa, Marie Hortense Fiquet, en veintitantas ocasiones (en todas aparece muy seria, por cierto, ya que no se llevaban nada bien). Años después, un estudioso, Erle Loran, queriendo explicar el manejo de los volúmenes, las tensiones y los equilibrios de uno de esos retratos de Madame Cézanne, hizo un diagrama muy sencillo, con tres o cuatro líneas y flechas y unas cuantas letras, intentando explicar la maravilla compositiva del gran pintor. Otro artista joven, Roy Lich-tenstein, vio el diagrama, lo copió íntegramente, y lo título Retrato de Madame Cézanne, lo cual enfureció a Loran, quien acusó a Lichtenstein de plagio… El camino abismal de la señora Marie Hortense es fascinante: representada por Cézanne, su esposo; diagramada por Erle Loran, el crítico, y vuelta a representar por Lich-tenstein, protagonista del arte pop.

Cuando representamos algo, nuestra aportación somos nosotros mismos. O, para decirlo con una frase que le gustaba a Van Gogh: “El arte es el hombre agregado a la naturaleza”.

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