Napoleón Bonaparte

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado

El 5 de mayo pasado coincidieron dos efemérides: los 159 años de la batalla de Puebla y los 200 años de la muerte de Napoleón Bonaparte. En México, el segundo aniversario pasó casi desapercibido, no así en Francia, donde hubo ceremonias, conferencias y debates públicos. En otros tiempos, el aniversario luctuoso de Napoleón quizá hubiera recibido mayor atención en nuestro país, sobre todo, por el simbolismo de que está empatado con la celebración del triunfo mexicano sobre el colonialismo francés. Pero este año la lógica de las celebraciones ha sido muy diferente a las del pasado. ¿Quién hubiera dicho que 2021 se fuera a dedicar a reflexionar sobre la caída de Tenochtitlan en vez de sobre la consumación de la Independencia?

En los siglos XIX y todavía hasta la primera mitad del XX, la figura de Napoleón ejerció una curiosa fascinación entre los mexicanos. Las decisiones de Napoleón cambiaron para siempre la historia de México. Si él no hubiera vendido en 1803 la Luisiana a los Estados Unidos nunca hubiéramos tenido frontera con aquella agresiva nación. Y si Napoleón no hubiera invadido España en 1807, su hermano José no hubiera sido nombrado Emperador de España, que fue lo que precipitó las independencias americanas, incluida la de México. Sin embargo, a pesar de todos los males que Napoleón causó a los mexicanos, aunque de manera indirecta, entre los militares y los liberales mexicanos del XIX, Napoleón fue una especie de ídolo.

Todavía recuerdo que allá por los comienzos de los años setenta del siglo anterior, cuando el maestro nos preguntaba a los niños a qué figura histórica admirabamos, la mayoría de nosotros respondíamos que a Napoleón Bonaparte. Mi padre, abogado liberal, tenía en su biblioteca un pequeño busto de Napoleón que me encantaba. Una de las primeras biografías que leí en la escuela primaria fue la de Napoleón y quedé fascinado con su vida, que parecía extraída de una novela de aventuras. A ese niño que fui no le importaba que Napoleón hubiera sido un tirano o que hubiera conquistado a sangre y fuego a otros países, lo que admiraba de Napoleón era su genialidad, su arrojo, su heroísmo. Ése era, para mí, el modelo del gran hombre. Y ese paradigma, en el México de mi infancia, seguía vigente, aunque ya estuviera cercano su declive. En mi mente infantil, Napoleón estaba más allá del bien y del mal, porque había sido un hombre extraordinario. ¿Cómo no admirarlo? ¿Cómo no soñar en ser como él?  Con el paso del tiempo aprendí a poner a Napoleón en su sitio como lo que en verdad fue: un genio, sí, pero también y, sobre todo, un déspota. Sin embargo, cada vez que veo aquel busto de bronce que aún está en la biblioteca de mi anciano padre, no puedo evitar que mi imaginación se dispare.

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