Hace apenas unos días, descubrí el libro Hacia una ética feminista de la no violencia (Princeton, 2021) y me pareció un texto extraordinario por varios motivos. Primero, reúne las voces de las feministas más renombradas de nuestros días: la italiana Adriana Caravero, la estadounidense Judith Butler y la canadiense Bonnie Honig.
Segundo, el libro busca imaginar una nueva ética basada en la no violencia y eso es tan clásico como actual, si se me permite la paradoja. En términos generales, para las diferentes corrientes éticas, un camino común a recorrer ha sido el de las prohibiciones; así, el no matar, el no robar, el no mentir expresados en el Decálogo judeo-cristiano, encontró ecos en la mayoría de los filósofos de la moral.
Sin embargo, la pregunta más difícil por responder quedaba en el aire: ¿cómo alcanzo la felicidad? Y, en ese punto, no hubo consenso. El abanico es tan amplio que arropa a las éticas de la virtud o del deber —Aristóteles y Kant—, hasta al nihilismo más caprichoso —Nietzsche—, siempre basados en un individualismo hasta cierto punto egoísta.
Y las autoras piensan que esto responde a que todas esas teorías fueron pensadas desde la corporalidad masculina y, por ello, fallan al intentar responder la convivencia relacional. Así, el libro desafía el individualismo masculino común al pensamiento canónico y la política contemporánea, para visualizar nuevas formas de socialidad arraigadas en la interdependencia corporal.
El punto de partida es la idea política de democracia germinal marcada por una ética de la no violencia, de Caravero. La feminista italiana busca reivindicar el cuerpo femenino —en especial, la maternidad— como criterio de las relaciones políticas. Señala la autora que, “aunque la teoría de la diferencia sexual insiste en que lo distinto es la experiencia de las mujeres que siempre se considera diferente de la de los hombres es, en realidad, la negativa a entablar un debate sobre lo que son las mujeres”. Es decir, el debate no se centraría en la fijeza social del cuerpo femenino, sino en sus posibilidades como criterios sociales.
Así, la propuesta ética se traduciría en el diseño social de conductas centradas en las labores de cuidado; como ya había adelantado Heidegger, cuidar es “cuidar de” y “velar por”, al cuidado de las cosas y al cuidado de otros, como en la maternidad.
Finalmente, el cuerpo femenino conoce el horrorismo, la vulnerabilidad más allá de la humillación. Desde esta experiencia negativa, es posible incorporar nuevas prohibiciones a la ética social que, sumadas a las del Decálogo, refuercen al sistema social para que sea de hombres y de mujeres. Así, la aparente paradoja se supera, pues la suma de los componentes corporales busca humanizar a un mundo masculinizado. No podría estar más de acuerdo.