Breves apuntes sobre el poema largo

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo La Razón de México

Un poema largo no es un poema corto que se extendió, ni una serie encadenada de textos breves. Sí puede repetir motivos, pero no reciclarse con descaro; o irse de largo sin mirar atrás, pero no ser una parrafada, un mero hilo (ya sea cosido o descosido). La música lo pespuntea, y su soporte es el tiempo. ¿Su oxígeno?: el ritmo.

Por supuesto, no hay reglas, yo sólo estoy escribiendo en voz alta lo que me asalta. “Que la memoria lo abarque”, me parece que dijo Aristóteles, y Poe coincidió con él cuando aseguró que después de cien versos ya no podía haber un efecto, digamos, lírico. De hecho, “poema largo” es una contradicción en términos, insistió el autor del celebérrimo, y no muy largo pero no muy breve, “El cuervo”. Con esa frontera de cien versos, se cancelarían muchos de los grandes poemas largos que hoy conocemos, como el portentoso “Primero sueño” de Sor Juana, un ascenso verbal y espiritual (o “anábasis”), madre de tantos otros poemas, como ese viaje a la semilla que es “Muerte sin fin”. ¿Qué define al poema largo? Es una composición que se confunde con la vida, me atrevo a decir, e incluso (como rematarían Hernández y Fernández) una vida que se confunde con la composición. Hace 99 años, el muy inteligente poeta Paul Valéry escribió esto: “No sé si aún continúa la moda de elaborar largamente los poemas, de mantenerlos entre el ser y el no ser, suspendidos ante el deseo durante años, de cultivar la duda, el escrúpulo y los arrepentimientos, de tal modo que una obra, siempre reexaminada y refundida, adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno mismo”. Claro: “elaborar largamente los poemas” no implica que éstos sean largos, sino infinitamente escritos, al grado de que es imposible terminarlos y el poeta sólo se resigna a “abandonarlos”. Pero la “empresa de reforma de uno mismo” puede ser larga, cómo no, y muchas veces necesariamente lo es, como toda autobiografía o ejercicio de autoexégesis: en “El preludio” podemos reconocer las facciones de Wordsworth, o al tormentoso Hart Crane asomarse tras su “Puente”, o al fino Gilberto Owen poniéndose la máscara de su “Sindbad el varado”. La sorpresa, me parece, debe ser continua, para que no se quede dormido nuestro lector como si le estuviéramos asestando un informe de gobierno: el “Aullido” de Ginsberg a mí no me deja ni parpadear, también porque sé, y reconozco, que no es un grito sólo suyo sino de toda una generación, pero tampoco parpadeo con la “Anábasis” de Saint-John Perse, aunque en este caso por la riqueza, el lujo de las imágenes y mundos que echa a andar. ¿Dije “mundos”? En su “De rerum natura”, traducido como “De la naturaleza de las cosas”, Lucrecio procura catalogar al universo, ni más ni menos, y yo diría que lo logra, desde sus extraordinarias indagaciones sobre el átomo hasta una magistral descripción de la peste en Atenas que hoy tiene una macabra actualidad. Hay poemas largos con héroe, como el “Don Juan” de Byron, sin él, como el literalmente llamado “Poema sin héroe” de Anna Ajmátova, o con antihéroe, como la voz que hace una extensa catarsis en el “Incurable” de nuestro David Huerta, cuya extensión es de… ¡cuatrocientas páginas! Lo que no hay, ni puede haber por definición, es una columna larga, así que me detengo, aunque podría seguir larga, largamente.

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