Hace muchos años, abatido por un dolor adolescente (es decir total y melodramático), me puse a caminar obsesivamente en círculos por el pequeño jardín de nuestra casa.
Mi padre, sin saber qué hacer, optó por ponerse a caminar en silencio conmigo, y sólo muchas vueltas después, me dijo: “Espero no interrumpir tu meditación con la mía propia”. Esa cortesía, esa elegancia, esa suavidad me sacaron de mi trance. Desde entonces he querido, sin éxito alguno, convertir la escena en un poema. No es fácil escribir sobre el padre, alcanzar el tono justo, equidistante entre la parquedad y el sentimentalismo.
Hay padres terribles que inspiran textos terribles, en cuyo primer lugar descuella esa largamente preparada y letal carta de Kafka: “Si quería huir de ti, tenía que huir de la familia, incluso de la madre”. Pisándole los talones hay un poema que aparece en todas las antologías de poesía estadounidense: “Daddy”, de Sylvia Plath, en el que la poeta decide trazar la silueta de su padre con puras imágenes nazis: “No eras Dios sino una esvástica / tan negra que ningún cielo podía despejarla”… No falta el padre alcohólico, que se asoma en poemas de Theodore Roethke: “El whisky de tu aliento / podía marear a un niño” y de Anne Sexton: “Seas bello o no, yo vivo más que tú / y acerco mi extraño rostro al tuyo y te perdono”, pero sobre todo en el poema “Pasado en claro”, de Octavio Paz, en el que su padre comparece para, en seis versos, padecer un alcoholismo incendiario y morir descuartizado:
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
No es fácil escribir sobre el padre. No es fácil serlo, pues “sus responsabilidades son eternas”. Tal vez por eso, Ramón López Velarde abraza “el albedrío de negar la vida”, que le parece casi divino: “Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso”. En cambio, Rudyard Kipling parece ser un modelo de padre, un padre ejemplar que en su muy famoso poema “If” se convierte en el coach de vida de su hijo: “Si puedes llenar el minuto implacable / con un trayecto de sesenta segundos,/ tuya es la Tierra y todo lo que contiene, / y —es más— ¡serás un hombre, hijo mío!”
Volviendo a los poemas sobre el padre, yo tengo un favorito personal, un poema que no sólo enfrenta la dificultad del tópico, sino que lo hace desde el punto de vista del niño-bebé, en un poderoso y tierno ejercicio mnemotécnico. Se titula, sencillamente, “Un poema”, y su autor es el talentoso Fabio Morábito. Vale la pena citarlo completo y con esas líneas despedirnos:
UN POEMA
Veo a mi padre asomado a la ventana.
Sentado en el suelo del cuarto,
miro su espalda ancha. Aún no camino.
Qué hermoso es un padre
cuando, asomado a una ventana,
su espalda se recorta para el hijo.
Le deja impreso su mejor recuerdo.
Padre que encara el mundo,
primera puerta que nos da la infancia,
primer atisbo de que no todo es pecho.