El Clines

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado&nbsp;<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Guillermo Hurtado *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Nunca lo conocí y ni siquiera sé si de veras existió, pero recientemente me he acordado mucho de él. ¿Por qué será que cuando uno va haciéndose viejo la memoria nos envía mensajes inescrutables?

Me gustaría saber qué fue de su vida miserable, pero no tengo manera de averiguarlo. Lo más seguro es que ya esté muerto y que nadie recuerde dónde quedó enterrado.

El Clínes era el apodo de un vendedor de paquetes de Kleenex que trabajaba en una esquina de la Ciudad de México. Ricardo Garibay nos lo presentó en su libro De lujo y hambre, publicado por vez primera hace cuarenta años, en 1981.

Se paseaba El Clines entre los autos gritando “¡Clines, Clines”. En el estrecho camellón de la Calzada de Tacuba, su mujer, embarazada, estaba sentada sobre el piso, al rayo del sol, cargando un bebé de pecho y cuidando a otro niño que comenzaba a caminar. Para contener al crío que no se está quieto, la madre le gritaba: ¡Tese! ¡Tese!

El Clines era chambeador. A su manera —porque no tiene otra— vela por su familia.

Garibay nos cuenta, con su estilo inigualable, el momento de la tragedia. Lo cito.

“—¡Ésele Clines, queasó!— gritó el billetero.

—¡Ya voy a medio chivo, ya voy a medio chivo— gritó el Clines, corriendo entre los coches.

Justo ahí gritó su mujer y se oyó el golpazo. Vimos al niño en el aire, caer y rebotar sobre el cofre”.

Imagino la conmoción. El niño tirado en el piso, inconsciente. Una bola de curiosos alrededor de la víctima. El Clines destrozado, mesándose los cabellos. La mujer sollozando desconsolada, casi en silencio. Alguien pide una ambulancia. El agente de tránsito le hace sitio para que recoja al niño. La madre sube al vehículo con el bebé en brazos, El Clines se queda en la calle.

La narración pudo haber terminado aquí, pero Garibay le da un final que no ha dejado de impactarme desde la primera vez que lo leí, hace muchos años. ¿Qué hace El Clines después de que la ambulancia parte rumbo al hospital? ¿Qué hace después de que la policía se lleva al conductor del Dodge verde? Sigue trabajando. Sigue ofreciendo sus cajas de pañuelos desechables a los automovilistas. Sabe que ahora, más que nunca, va a necesitar el dinero para cubrir los gastos inesperados que se le vienen encima: los del pequeño féretro o los de las medicinas. No es otro el destino de los pobres: trabajar sin descanso.

Así describe Garibay al Clines entre los coches: “Sorbía los mocos, se embarraba las lágrimas, repetía sin respiro entre sus ofertas comerciales: ¡Verdá de Dios! ¡Tiznada madre!... ¿Cómo me lo van a regresar?… Lestoy diciendo no deje al muchacho, no deje al muchacho, aí de floja nomás, chin, y ora así me lo van a regresar, pus qué”.

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