Delacroix y el vacío

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo La Razón de México

“Blanca Estela Treviño, in memoriam”

Más que un representante destacado del Romanticismo, Eugène Delacroix fue el Romanticismo.

Él de alguna forma intuyó esa responsabilidad y procuró estar a su altura, trabajando constantemente en un vasto estudio de una sobriedad espartana, casi minimalista, en contraste con la violencia erótica de sus cuadros, cargados de rojos, siempre señalando su propio temperamento sanguíneo y pasional.

Los cuadros, sobra decirlo, no sólo se pintan en el lienzo, sino que se esbozan largamente en la cabeza. Una anécdota retrata perfectamente a Delacroix: en 1859, el joven pintor Odilon Redon se enteró de que Delacroix iba a asistir a un baile. Lo vio: estaba “hermoso como un tigre, el mismo orgullo, la misma elegancia, el mismo poder”. Odilon y su hermano decidieron espiar a Delacroix toda la noche, e incluso seguirlo a cierta distancia cuando salió de la fiesta. “Cruzó París de noche, solo, con la cabeza inclinada, caminando como un gato en las estrechas aceras. Un cartel que decía ‘Pinturas’ llamó su atención, se le acercó, lo leyó y siguió adelante con su sueño, quiero decir con su ideé fixe. Cruzó la ciudad hasta la puerta de un departamento en la calle La Rochefoucauld, donde antes había vivido. ¡Distraído al punto de olvidar sus hábitos! Después, tranquilamente, regresó junto con sus pensamientos a la silenciosa calle Furstenberg, donde ahora vive”. Esa idea fija era el trabajo. En sus diarios constantemente escribe sobre la imperiosidad de trabajar, mucho, lo mejor posible, todo el tiempo.

Tenía una complexión “como de un peruano o un malayo”, el pelo oscuro y largo, hermoso, sí, con el rostro marcado por aquel hastío o ennui característico de su siglo. Se conservan fotos de él: Delacroix parece pintado por Delacroix. Muchos de los apuntes que hizo en preparación para la ejecución de su gran cuadro, La muerte de Sardanápalo, tienden a la abstracción. El cuadro, como sabemos, representa un momento orgiástico de asesinato y sacrificio, y todo parece girar en una espiral de sangre. Dicha espiral, en sus apuntes, se transforma en un concepto abstracto, como epicentro de un vórtice de formas y volúmenes. La mano de Delacroix intuyó e incluso trazó el futuro del arte, pero nadie se enteró. Detestaba convivir con otros pintores, y procuró la amistad de poetas y músicos. Tuvo una intensa amistad con Chopin. ¡Imaginemos nada más esas conversaciones!, ¡esas idas al campo en las que Delacroix pintaba la violencia de las flores mientras Chopin componía! La novelista George Sand observó: “Delacroix nunca se cansa de escuchar a Chopin, se deleita con él, se lo sabe de memoria”. Uno de sus formidables aforismos, de los cuales están llenos sus diarios, dice: “La música es la voluptuosidad de la imaginación”. Y claro, con esta información, uno regresa a ver los cuadros de Delacroix buscando evidencias de cómo pintó la música de Chopin. Solía decir que el contorno debía ser lo último, no sólo para provocar a su enemigo, Ingres (maestro de la línea y el contorno), sino para revelar una faceta de su estética, buscadora de esencias, yendo siempre al grano con pasión pero también con elegancia.

Delacroix tuvo un admirador y un crítico insuperable, el poeta Charles Baudelaire, quien dijo de él cuando murió: “Eugène Delacroix fue una curiosa mezcla de escepticismo, cortesía, dandismo, voluntad feroz, astucia y despotismo”. También fue un artista con un insondable vacío interior. Él mismo lo confiesa en sus diarios. Ese vacío lo llenó con su pintura.

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.

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