Competir y ganar

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado Foto: La Razón de México

Cuando mis hijos perdían en alguna competencia escolar y, como es normal, rompían en llanto, no faltó la ocasión en la que su madre y yo los consolamos con aquello de que “lo importante no es ganar, sino competir”. Cada vez que se celebran los Juegos Olímpicos, los locutores nos recetan versiones de ese mismo lema, sobre todo cuando comentan la derrota de alguno de nuestros compatriotas. Seamos serios, ¿es verdad que lo que importa no es ganar, sino competir?

Cuando la competencia es por los recursos para la sobrevivencia, el único propósito de competir es ganar. No hay nada parecido al “espíritu olímpico” en la naturaleza. El depredador que captura a la presa y deja a los demás sin alimento es el único que cumplió con la tarea. No hay derrota honorable en el mundo animal porque ahí no existe el honor: todo es una lucha salvaje por vivir o morir.

Resulta evidente que en el mundo civilizado el lema de que “lo importante no es ganar, sino competir”, tampoco vale en todas las ocasiones. Además de los casos en los que se lucha por la sobrevivencia, como los que se dan en el mundo animal —por ejemplo, en una batalla—, hay muchos otros casos en los que perder no tiene nada de honorable.

Los seres humanos somos implacables con los derrotados: con los feos, los pobres, los obesos, los viejos, los ignorantes, los ingenuos. A todos ellos se les margina y no se les perdona que no ocupen los primeros lugares. Perder es sufrir. Se sufre de hambre, de pobreza, de soledad, de humillación, de depresión. Dígale usted a un joven que no tiene novia porque es feo o que no tiene para comprarse zapatos porque es pobre o que no tiene trabajo porque es débil o que no tiene oportunidades porque es ignorante o que no sabe cómo defenderse porque es tonto, que lo importante no es ganar, sino competir. Luego dígale con sinceridad que el hombre que le ganó la novia porque es más guapo o que se compró el par de zapatos porque sí le alcanzaba o que obtuvo el trabajo porque era más fuerte o que entró a la universidad porque sabía las respuestas del examen o que no cayó en el engaño porque es listo, no es mejor que él de ninguna manera.

Las competencias olímpicas son estéticamente hermosas —eso ni quien lo dude—, pero también pueden ser crueles. Yo no diría, por lo mismo, que son un espectáculo edificante. Ver el rostro de la derrota en los que no llegan a tiempo a la meta a veces nos genera un placer morboso. Y ver el rostro de la victoria en quienes llegan antes que los demás a veces nos produce —seamos sinceros— una mezcla malsana de envidia y odio.

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.

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