No, lo ocurrido en Tokio no fueron estadísticas, romper récords, superar al otro por milésimas de segundo. Es decir, no únicamente.
Desde casa y en pantuflas, un enterado pudo evaluar si la nadadora perdió el ritmo o el marchista desperdició segundos. La mayor parte de quienes vimos las competencias pasamos de noche los detalles, porque “no puedes entender lo que no tienes palabras para nombrar”, según la autora Rosa Montero. Exacto. Nuestro ojo no se ha entrenado para apreciar el hermoseo, la filigrana deportiva. Entonces, ¿por qué los Juegos sublevan tantas emociones? Porque cada atleta tiene una historia. Y conocerla nos engancha.
Para nada recuerdo las calificaciones de la gimnasta Simone Biles, pero la vi ejecutar imposibles con rabia majestuosa; le creo que buscó cuidar de sí misma, antes que privilegiar el medallero. Cuando la acusaban de rendirse volvió y obtuvo el bronce. Se veía satisfecha. “Ya no pensaba ganar una medalla, lo hice por mí”. Luego dijo: “A final de cuentas somos personas y tras bambalinas pasan cosas con las que debemos lidiar, además de mantenernos en la cima”. Quiero llevarle serenata con banda sinaloense.
Otro caso: a sus muy catorce años, la clavadista china Quan Hongchan logró tres saltos perfectos. Me impresionó su frialdad ante el resultado. Parecía estar en la fila del súper: mostraría idéntico entusiasmo. Leí que fue la más joven de la selección de su país y empezó a entrenar a los siete, para contribuir al pago de las cuentas de su madre enferma. Lleva la mitad de su vida ganando y perdiendo. Pum. Así entiendo mejor su cara de póker.
En general los deportistas de alto rendimiento nos despiertan preguntas: cómo llegaron ahí, cuál es su contexto, qué les brilla por dentro con una medalla y cómo se levantan de una derrota. Aunque seamos incapaces de hacer una rueda de carro, sentimos empatía con ellos, nos gustan las personas con brío, esforzadas. Por eso destacan periodistas como Alberto Lati y Beatriz Pereyra: permiten asomarnos bajo la piel de los enormes, alimentan la fe en el potencial humano y en que quizá podríamos ser ellos.
Como especie, llevamos siglos de crecer oyendo cuentos, sean de piratas, viajes al espacio o brujos-niños. La narrativa explica la realidad, la ordena y nos otorga sentido de pertenencia. Julio Cortázar lo resumió: “En las cavernas, las mamás contaban a sus hijos historias, historias de bisontes, probablemente”. Ya siendo adultos, con el alma podrida o de primavera estruendosa, nos la vivimos persiguiendo relatos en novelas, películas, series, canciones, cómics, incluso en sueños: al dormir no armamos gráficas, sino cortometrajes.
El filósofo israelí Yuval Noah Harari afirma: Lo que nos diferencia a los humanos es que tenemos el lenguaje para crear historias que nos cohesionan. Más allá de récords recios y necios, los Olímpicos fueron otra vez espacio de narrativas que retumban pecho adentro. Cómo no.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.