Viajes

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Llevo horas hojeando una edición de 1940 de El tesoro de la juventud. No es la edición blanca y azul con la que mi generación creció, sino una verde oscuro que ya es una rareza bibliográfica. Es un verdadero tesoro, aunque las enciclopedias físicas parezcan condenadas a la extinción.

Al abrir el tomo I cayó un papel: la factura por los veinte tomos, a nombre de mi abuela, María de la Luz Lozano de Trujillo, en donde queda registrado que compró la enciclopedia a 300 pesos, a pagar en cinco mensualidades. La fecha: 11 de diciembre de 1946. Quiero pensar que fue un regalo navideño para los cuatro hermanos Trujillo. ¿Qué viaje han recorrido esos libros hasta terminar en mi poder setenta y cinco años después? Más interesante aún: ¿qué viajes han incitado sus páginas y a quiénes? Mi padre tenía siete años cuando El tesoro de la juventud entró a su casa. No dudo que haya pasado horas, como yo ahora, en la exploración de los tomos.

Estoy moviendo libros de un lugar a otro, de una casa a otra, próximamente de un país a otro. En tales movimientos, se pierde “el ligero aburrimiento del orden” del que habló Walter Benjamin y los libros parecen distintos, como si el caos los renovara. Y no es que estuvieran espectacularmente ordenados, pero el hábito y los años les habían dado ya una especie de estructura y cohesión. “¿Qué otra cosa es esta colección sino un desorden al cual el hábito se le ha acomodado de tal forma que parece un orden?” La cita es nuevamente de Benjamin, quien así reflexionaba mientras de-sembalaba su biblioteca. Pues bien, en el desorden desordenado de una mudanza hay títulos que parecieran salir a la superficie después de años de bucear en el olvido. Así, una antología de la poesía cubana hecha por el mismísimo José Lezama Lima me reclama el abandono en que la tenía, y me obligo a leer las primeras líneas del prólogo: “Nuestra isla comienza su historia dentro de la poesía. La imagen, la fábula y los prodigios establecen su reino desde nuestra fundamentación y el descubrimiento”, y Lezama cuenta cómo Colón, al acercarse a las costas de Cuba, vio un gran ramo de fuego en el mar. Ya estoy viajando, bastan dos renglones para llevarme a la expedición del almirante genovés.

También me deshice de libros. Mil, para ser exactos. ¿Qué de mí se va con ellos en su camino a la librería de viejo? Durante años me resistí a deshacerme de un solo libro, creyendo que había una especie de ética en la acumulación. Alberto Manguel cuenta que él guardaba en su biblioteca docenas de libros muy malos, que no tiraba por si alguna vez necesitaba el ejemplo de un libro que le pareciera malo... Las bibliotecas, a quien las hace y cuida, lo convierten en un ser ligeramente maniático y supersticioso. Pero mi manía de la acumulación ha cambiado, y me siento sorprendentemente ligero tras deshacerme de mil libros que en algún momento fueron parte de mi vida y mi atención. Eso sí, hay libros que siempre estarán conmigo, vaya a donde vaya. Tengo desde la infancia un ejemplar de Las minas del rey Salomón, de Rider Haggard, que hoy considero un talismán: ha poblado durante décadas mi imaginación y mis sueños, y con él viajo junto con Allan Quatermain por los mundos perdidos de África.

¿Quién dijo que los libros son el tapiz más caro del mundo? No lo recuerdo, pero por su capacidad de hacernos viajar siempre, no me parece un tapiz tan caro.

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