Hace unos años, analizando el declive de la hegemonía estadounidense en Medio Oriente, el escritor y cronista Adam Shatz lanzó (Writers or Missionaries?, The Nation, 15 de julio de 2014) la siguiente admonición:
“He comenzado a preocuparme de que una preocupación sobre todo lo que ocurre con Estados Unidos e Israel lleve a los escritores progresistas a volverse extrañamente incuriosos sobre los crímenes de los que no se puede culpar a Occidente y los acontecimientos, como la politización de la identidad sectaria, que están sacudiendo en la región mucho más profundamente que la arena israelí-palestina”.
Seguidamente, el intelectual alertaba sobre el menosprecio de “lo que los académicos llaman agencia: el hecho de que las personas actúan en esta región, y no son simplemente actuadas por fuerzas externas más poderosas”. Una perspectiva que “no examina la experiencia vivida por las personas; a menudo relega gran parte de ésta al silencio”, por ser “políticamente inconveniente”. He recordado este texto, al pensar en cosas que pasan hoy.
Durante 2021, gobiernos autocráticos de todo el orbe —y de disímil ideología— expandieron la represión de cualquier forma de activismo autónomo. Machos alfa bloquean las elecciones que debían renovar pacíficamente el poder en sus países. Regímenes adversarios de Occidente se apoyan mutuamente, resistiendo las movilizaciones de sus ciudadanos. Los sectores populares y diversas fuerzas progresistas —movimientos LGBTT, ecologistas y feministas, entre otros— han sido particularmente reprimidos por esos autoritarismos. En Turquía y Nicaragua, en Rusia y Myanmar, en Uganda y Arabia Saudita. El modelo chino, nos dicen, es el futuro.
Paradójicamente, en el área sociocultural llamada Occidente, un segmento de la intelectualidad y opinión pública no repara en semejantes amenazas. Dedica sus mejores energías e imaginación a librar una guerrilla contra el statu quo de la sociedad abierta. Pues considera que sus democracias son peores que los regímenes competidores. Ante ello, pontifican la obsolescencia y opresión intrínsecas al legado político cultural de la Ilustración.
Esa anti-ilustración apuesta a una cruzada unívoca de Justicia Social, que dogmatiza y reduce las múltiples luchas emancipatorias desplegadas, desde la diversidad social y el pluralismo político, en el seno de las sociedades de masas regidas por la democracia liberal. Luchas que, según el psicólogo Steven Pinker (Enlightenment Now, Penguin, 2018), han conseguido —de modo imperfecto pero real— las sociedades y generaciones más felices de la historia universal.
Más recientemente, Helen Pluckrose y James Lindsay abordaron (Cynical Theories, Pitchstone Publishing, 2020) la evolución del dogma detrás de estas ideas. Desde sus precursores posmodernos hasta su instrumentación, con visos hegemonizantes, en los campos académicos activistas. Hoy en día, este dogma es reconocible tanto por sus efectos —la cultura de cancelación, el puritanismo woke, etc.— como por ciertos principios epistémicos y operativos: el conocimiento como mera construcción social; la ciencia como herramienta de opresión; la interacción humana como cobijo de relaciones de poder opresivas; el lenguaje como locus peligroso atravesado por exclusiones y asimetrías.
Esta agenda hace mucho daño, sobre todo a las comunidades marginadas que dice defender. Su enojo exclusivo con las formas de opresión asociadas a Occidente —el colonialismo entre ellas— a menudo les lleva a reificar sujetos y procesos allende fronteras. Feministas que cuestionan los lastres machistas del Estado burgués, pero nada dicen cuando mujeres árabes o africanas sufren el patriarcado estructural y clerical de los regímenes islamistas. Luchadores por la causa LGBTT que portan la iconografía guevarista, ignorando la homofobia del castrismo. Ambientalistas que despotrican contra las transnacionales europeas, pero no les molesta el turbocapitalismo chino.
Estos activistas y académicos poco tienen que decir a quienes, en aquellas geografías no occidentales, alzan su voz contra las dominaciones locales. Al final, como una suerte de caníbales intelectuales y cívicos, están más preocupados en luchar contra sus benevolentes repúblicas democráticas. Ante ello, una tarea política, científica y ética liberal progresista para el siglo XXI consiste en desafiar esta nueva ortodoxia, que amenaza desde sus mismas entrañas a la sociedad abierta.