La figura de la revocación de mandato tiene varios problemas a analizar ecuánimemente.
En abstracto, sus defensores la ven como una opción que posibilita concluir anticipadamente la gestión de un mal gobernante que tiene un mandato fijo y, por eso, se dice, es un valioso instrumento de participación ciudadana.
Pero sería ingenuo y peligroso quedarse con una lectura tan simplista y ramplona. Hay que ver el otro lado de la moneda: los periodos fijos de mandato en el Ejecutivo son justamente una de las fortalezas de los sistemas presidenciales, porque hacen predecible la planeación gubernamental por ciclos, de manera que sólo el tramo final se orienta a la siguiente contienda electoral. La revocación acorta el ciclo y contamina políticamente el mandato, además de que puede ser utilizada de manera perversa, a través de la manipulación de la opinión pública, ya sea por el propio gobernante —algo común en líderes de corte populista— o por la oposición —para sacar del camino, a cualquier costo, a un gobernante democráticamente legítimo—.
Gobernar implica tomar decisiones difíciles, drásticas y, a veces, impopulares, que pueden ser aprovechadas en favor de determinado interés partidista para terminar anticipadamente un gobierno. En esa lógica, el gobernante puede tener incentivos a estar más concentrado en esquivar la impopularidad, para evitar el despido anticipado, que simplemente en gobernar bien. Y más importante aún: nada garantiza que acortar el periodo no termine por generar un problema mayor, de modo que, por tratar de evitar una crisis de gobierno, se acabe generando una de tipo constitucional.
En México no hemos incursionado todavía en la revocación de mandato, pero es posible que se convoque para marzo de 2022, dado que ya está prevista en la Constitución. Sin embargo, la forma en que se está planteando presenta un cúmulo de sinsentidos: en primer lugar, tendría que ser una iniciativa de la ciudadanía, no una ocurrencia impulsada por el gobierno en turno; además, es sumamente peligrosa, amén de absurda, la intención de formular la pregunta a consultar no en el sentido de la terminación del mandato, sino de su continuidad.
Pero tal vez lo más grave tenga que ver con los posibles escenarios. El primero es que ni siquiera se alcancen las firmas necesarias para detonar la consulta; o que ésta se dé, pero no alcance la tasa de participación para que el resultado sea vinculante (recordemos el penoso despropósito reciente de la malograda consulta popular “anti-expresidentes”); o gane la permanencia del Presidente en funciones. En cualquiera de estos dos últimos escenarios, la figura presidencial saldría reforzada, concediendo un triunfo político innegable (pírrico en el primer caso, contundente en el segundo) al lopezobradorismo. Finalmente, en el muy poco probable caso de que procediera la remoción del Presidente y su sustitución por parte del Congreso, ¿no podríamos terminar con un sustituto incluso más radical e indeseable de lo que algunos consideran que es el Presidente actual?
En suma, lo sensato parece hacer caso omiso de este nuevo intento polarizante y publicitario del inquilino de Palacio Nacional, y esperar a que terminen los 3 años y un mes que quedan, para que concluya el mandato para el que fue electo, por la mayoría de los votantes en 2018.