Cuando me enteré de que se están cumpliendo cien años de la publicación del Tractatus lógico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, acudí a mi viejo y querido ejemplar que, de manera reveladora, guardo entre mis libros de poesía. Es un libro que he leído, releído y subrayado, siempre atizado por la misma verdad, y esa verdad es que no lo entiendo, pero mi incomprensión es diferente en cada lectura, los problemas que plantea el libro parecen cambiar, o yo soy el que cambia.
Su planteamiento es sencillo, pero su desarrollo es complejo: el sentido del libro es que de lo que se puede hablar, se puede hablar con claridad, y de lo que no se puede hablar, hay que callar. No obstante, hablar con claridad es prácticamente imposible, porque entre una cosa y las palabras que la designan se abren abismos insalvables. El valiente y agotador esfuerzo de Wittgenstein (que escribió su Tractatus en las trincheras de la Gran Guerra) es acotar el lenguaje a fórmulas lógicas que no lo distraigan de aquello que quiere representar, como una especie de láser que en su máxima concentración tan sólo se fijara en lo que la cosa es, y ni siquiera eso, porque una proposición no nos dice lo que las cosas son, sino cómo son. El lenguaje aproxima, es limitado, pero no olvidemos que esa limitación constituye nuestro cosmos entero, que estamos atados a un formidable logos.
Se ha discutido mucho si, más que un tratado de lógica, se trata de un tratado de ética. Es decir, que el libro se inclina más hacia el callar que hacia el cómo decir lo que se puede decir. El mismo Wittgenstein dijo que la parte más importante de su libro era todo lo que no había escrito. No es una fanfarronada: el Tractatus avanza, con una formidable percusión aforística, y acosa, sitia, va rodeando su tema, quiere trazar un límite al pensar, o mejor dicho, a la expresión de los pensamientos, “porque para trazar un límite al pensar tendríamos que poder pensar ambos lados de este límite (tendríamos, en suma, que poder pensar lo que no resulta pensable)”, y al alcanzar ese límite, como si caminara como un equilibrista sobre una cuerda tensa, el autor guarda silencio, no entra a los terrenos del absurdo. Ese callar es una ética, pero las huellas que ha dejado en su camino son, también, una estética. La suya es una belleza paradojal, como dar las coordenadas de un punto que no existe. Wittgenstein habla como un hechizado: “El lugar geométrico y el lógico coinciden en que ambos son la posibilidad de una existencia”, “La lógica debe cuidarse de sí misma”, “El sentido del mundo tiene que residir fuera de él”, “Si por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente”.
El apartado 5.6 es célebre: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. En esa frontera, arde el pensamiento de Wittgenstein y se incorpora a la intensidad de la poesía, que nunca nos quiere decir nada sino mostrarse, ser. ¿Qué es lo que comparece cuando se agotan las conexiones lógicas? Nadie puede garantizar, a golpe de razones, que el sol va a salir mañana. Cuando el sol sale, el filósofo, rendido, lo llama “gracia del destino”. En ese enigma irresuelto es donde resuena la poesía y comienza el misticismo.