“Sentir que es un soplo la vida, ¡que veinte años no es nada!”
Carlos Gardel
La mañana del 11 de septiembre de 2001, han coincidido los historiadores, inició —propiamente— el nuevo milenio: con nuevas coordenadas geopolíticas, estratégicas y de valores a las que seguimos acostumbrándonos.
Quienes pudimos mirar cómo algo tan sólido como un rascacielos, el centro neurálgico del capitalismo mundial, meciéndose como un barco naufragando comprendimos que era el final de una época; que para entrar en los nuevos tiempos era necesario romper algunas ilusiones y abrir espacio a nuevas. Ésa es, en mi opinión, la consecuencia principal de los atentados.
La primera ilusión rota fue la de la invulnerabilidad del territorio norteamericano que, súbitamente, encontró que su ciudad icónica —el alojamiento de artistas e intelectuales, la guarida de los bon vivant del mundo— había sido atacada: que habían puesto de rodillas su seguridad cuando dinamitaron las icónicas Torres Gemelas; esas que buscaban huir de los edificios de hormigón, pesados y complejos, y que dentro del halo del modernismo romántico —diseñado por Minoru Yamasaki— albergó a restaurantes icónicos, como Windows of the World: el restaurante más espectacular en la ciudad más grandiosa, del país más poderoso del mundo.
Estados Unidos respondió y llevó la guerra fuera de su territorio con un objetivo claro: capturar a Bin Laden, juzgar a los responsables, reducir el poder del grupo terrorista Al Qaeda. En ese sentido, las tropas norteamericanas cumplieron con su misión y, a pesar de la desafortunada salida de Afganistán, debemos reconocer su esfuerzo, su entrega y su exitosa incursión.
A pesar de ello, la segunda ilusión que rompe el 11 de septiembre es la de la necesidad de ser salvados, el mito del mesías político que solucionará todos los problemas de un país. La incursión en Afganistán y la evolución del conflicto mostraron que, aunque las tropas norteamericanas cumplieron sus objetivos, la volatilidad social y la inestabilidad política abrieron batallas que no les correspondía librar pues, como he publicado antes, los primeros interesados en tener un estado ordenado, estable y justo son los ciudadanos que lo habitan. Si esta idea hubiera estado más asumida, varios gobiernos populistas no habrían tenido éxito en las urnas.
La tercera ilusión rota es la de fijezas —de las identidades, de los modelos económicos, de las coordenadas políticas—. Si algo nos han dejado claro los primeros años de este milenio es que “sé es siendo, dejando de ser”, como escribió Heidegger —parafraseando a Heráclito—.
El soplo de los nuevos tiempos no ha dejado de sorprendernos; a veces, para atemorizarnos, aunque —para una optimista empedernida, como yo—, las más para ilusionarnos atreviéndonos a construir aquello que soñamos en el milenio anterior.
Y, como bien dice Gardel, veinte años no han sido nada, aunque todavía sintamos cierta nostalgia romántica en este doble entretiempo —generacional y pandémico— por las ilusiones que perdimos ese 11 de septiembre, veinte años atrás.