“¡Pobre Anita! La verdad es que sale gordísima, como una morsa, ¡uf! Feísima, la pobre. No se deprimió por el divorcio, sino porque todos pudimos ver sus tetas aguadas, desinfladas y caídas, sus pezones gigantescos, su celulitis, sus várices, la forma horrorosa en la que su grasa se movía”. Auch.
Cuatro amigas están de vacaciones en la montaña. El propósito es distraer a una de ellas, Ana, cuyo exmarido acaba de difundir un video de ellos dos en la cama. Aunque las “inseparables” habitan una realidad mojigata (fueron a uno de los colegios más respetados, asisten a la misma iglesia, son buenas esposas y madres), el escándalo no lo dispara el contenido sexual de la cinta, sino que en ella Ana transgrede los deberes femeninos: aparece no-joven, gordísima, más cetáceo que persona.
Hablo del espléndido cuento “Soroche”, de la ecuatoriana Mónica Ojeda, incluido en Las voladoras (Páginas de Espuma, 2021). La autora desgrana el pensamiento de las personajas mientras narran algo terrible que sucedió en el viaje. Sin dar espóilers me centro en lo que opinan sobre Ana: “Tiene pocas luces, la pobre. Por eso el marido le hizo lo que le hizo: porque pudo. A mí eso no me lo habría hecho nadie... Lo que le pasó fue una prueba divina. Su pecado siempre ha sido el orgullo. No es que me alegre de su sufrimiento, pero quizá necesitaba ese baño de humildad... Si la gente me hubiera visto así me habría muerto. Claro que es diferente porque mi cuerpo está fit”. Mientras, Ana dice de sí misma: “Soy, sin lugar a dudas, la persona más vomitiva del planeta”.
El relato se estructura en torno a la mirada: cómo se ven entre ellas y a su amiga, cómo la protagonista se observa desde afuera. Me impresiona la dosis de realidad con que la autora pinta cuán letales podemos ser las mujeres frente al espejo y entre nosotras. Estamos obligadas a lucir bien, sometidas al imperativo de ser jóvenes además de guapas: transgredir ese código social es un “escándalo del cuerpo”, apunta el sociólogo francés David Le Breton. Por eso juzgamos brutalmente la conchudez propia y ajena.
Los hombres se cuestionan poco la panza, la calvicie, las nalgas en negativo, mientras de este lado nos exigimos perfección en el peso, el tono muscular, el rostro, la edad. La belleza sigue siendo requisito femenino, somos junkies de mejorarnos y nos agrede si una ignora el mandato corporal impuesto a todas. Con qué derecho.
Me pregunto por qué casi no hablamos de esto. ¿Y si encima de exigir el cese de la violencia de hombres contra mujeres, también aireamos los quejos, las autoexigencias aprendidas? ¿Si reconocemos que con frecuencia nos llevan a ejercer esa otra violencia de género: la dirigida contra nosotras mismas y contra las demás? Ya es hora de enfrentar ese paradigma poco asumido.