Los Ángeles

RÍO BRAVO

Julio Vaqueiro *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Por las noches la ciudad, como todas, se viste con traje de luces. Desde arriba, aquel lienzo bordado con hilo de oro cabe todo en la ventanilla del avión.

La vida nocturna en la urbe se extiende hasta las motañas con sus luces encendidas en franco contraste con la oscuridad del cielo.

Descendemos y poco a poco el paño iluminado cobra forma y sentido: los edificios se distinguen unos de otros; los autos avanzan diminutos sobre las autopistas que parecen listones sobre la tela; parece que el bullicio de la multitud hasta acá en lo alto se escucha. Llegamos por fin a Los Ángeles, California, la ciudad que abraza a los inmigrantes.

Con este aterrizaje, comenzamos un recorrido por Estados Unidos. Cada semana, una visita a las principales ciudades del país, donde los latinos hacen la diferencia. La primera parada tenía que ser, inevitablemente, aquí.

Según datos del último censo, casi el 49% de los habitantes de Los Ángeles son latinos, comparado con el 26% de blancos. Éste es, por mucho, el condado del país con más hispanos: 4,600,000. La gran mayoría de ellos, el 76%, son mexicanos, y le siguen los salvadoreños y los guatemaltecos. Pero ojo: no hay ningún país de América Latina que no esté representado en este lugar. La fuerza de los latinos se nota en los negocios, en la cantidad de gente que habla español en las calles, en las universidades, en las escuelas y, por supuesto, en los campos. Los alrededores de Los Ángeles abastecen de alimento a buena parte de los mercados de todo el país y quienes trabajan ahí son también, en su mayoría, latinos.

Pero Los Ángeles es muchas ciudades en una. Muchas pequeñas localidades, unidas por carreteras saturadas. Muchas comunidades, separadas por el idioma y las costumbres, unidas por el inglés y las oportunidades que aquí encontraron. Los Ángeles la bella, con sus palmeras como agujas en el cielo frente al mar, y Los Ángeles la fea, debajo del puente con hombres y mujeres desamparados y marginados entre la basura.

Hace algunos meses, el periodista Pablo Ximénez recordaba en el diario El País un aforismo con el que es imposible no identificarse: “Nueva York es una ciudad de la que te enamoras a primera vista y, cuando vives en ella, aprendes a odiarla. Los Ángeles es una ciudad que odias a primera vista y, cuando vives en ella, aprendes a amarla”. Es que en Los Ángeles hay poco que ver, pero hay mucho que vivir.

Toma tiempo, pero, tarde o temprano, el encanto llega. En su mismo artículo, Ximénez cuenta la forma en que Italo Calvino describió su propia llegada a Los Ángeles en 1960: “Desde el momento en que llegué a América, todo el mundo me dijo que Los Ángeles era horrible, que me iba a gustar mucho San Francisco pero iba a odiar LA, así que me había convencido a mí mismo de que me iba a gustar. Y así es, llego y estoy inmediatamente entusiasmado: sí, ésta es la ciudad americana, la ciudad imposible”.

En esa ciudad imposible, la única que es muchas a la vez, cabe aquella llamada Los Ángeles, la mexicana. Ésa en la que el 13% de los negocios de la ciudad son operados por latinos, con una aportación que supera los 7,300,000 dólares anuales.

Por eso a mí me gusta esta ciudad. Porque su nombre es mexicano, como lo son sus calles, sus montes, sus valles, su comida y gran parte de su gente. Porque en ella, ya lo vemos, millones han encontrado una oportunidad. Porque aquí en Los Ángeles, la fea, la bonita, la árida y la complicada, cabemos todos.

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