En los últimos tiempos hemos visto intentos descarados que buscan controlar la discusión pública; para ello, algunos gobiernos han utilizado métodos vergonzosos, por rudimentarios: “echar montón” en las redes sociales, mediante la estridencia de los aplaudidores; “dar pamba” con ataques personales a los críticos; crear sus propios “chismógrafos” y llamarlos medios aliados; estigmatizar a los periodistas en una suerte del “muro de la vergüenza” y, en los casos más extremos, recurrir a la mala práctica de la cancelación: la “ley de hielo”, pues.
Y cuando esto no es suficiente —casi nunca lo es— pagar a grupos porriles que acechen con órdenes de aprehensión, amenazas de despidos, auditorías tributarias.
Lo que espera este tipo de regímenes es que los académicos, los periodistas y los opinadores bailemos al son de su silencio: como si callar no fuera parte del lenguaje, como si hubiera una sola manera de hacerlo —contrario a lo que señaló Martin Heidegger, el siglo pasado—.
La discusión pública es condición necesaria de la democracia; sin ella, la opacidad sería la norma y se cometerían abusos sin ninguna incomodidad por los atropellos cometidos. Estoy convencida de que en decir “lo no decible”, lo incómodo, se juega la posibilidad misma de la democracia.
Por ello, es necesario repensar la idea de silencio, pues la caricatura fácil de mordaza es suficiente para responder a los ataques de las oficinas de comunicación de Cachún cachún ra-ra, pero no para enfrentar el problema sustantivo.
El silencio, retomo las ideas de Heidegger, es parte fundamental del habla; guardar silencio, de callar, tiene tres formas de manifestación: lo no hablado, lo no decible y lo indecible.
Del mismo modo en el que las notas musicales descansan en las pausas, las sociedades necesitan también paréntesis de reflexión. Ese tipo de silencio es deseable y benéfico para la democracia; el ejemplo paradigmático está expresado en la veda electoral y, en jerga heideggeriana, se inscribiría como una forma de lo no hablado.
El segundo tipo, lo no decible, invoca a las diferencias del modo de ver las cosas, los hechos y el mundo. Sonorizarlo enfrenta el anonimato de las opiniones comunes, al tiempo que afirma la existencia auténtica del hablante y de la sociedad. Para poder callar, se debe tener algo que decir; y, en las coordenadas de la historia y del tiempo, decirlo es imperativo.
Finalmente, hay silencios que responden a la angustia que nos roba las palabras; se trata de lo indecible que, aunque no puede ser sonorizado, sigue siendo parte del habla; pensemos, por ejemplo, en el silencio causado por una profunda vergüenza.
El poder opresivo, en cambio, no prefiere el silencio en ninguna de sus variantes, sino el no-lenguaje expresado en frases huecas, noticias fugaces, en opiniones sin sustento; del mismo modo, la descalificación, la mentira y el sinsentido como criterios y métodos de comunicación política no son más que el signo inequívoco de un régimen totalitario.
Hay ejemplos de todos los calibres: algunos más corrientes; otros, más ruines.