Preguntando en la pared

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Estoy contribuyendo (como ayudante de albañil) a la restauración de la casita en la que voy a vivir y de hecho vivo, aunque actualmente en modo polvo, cascajo, frío, sangre, sudor y lágrimas.

Me ha tocado barrer cerros de polvo, palear escombro y cargar vigas, y no solamente no me quejo, sino que agradezco estas labores físicas, de contacto y transformación directos. Incluso una de las tareas que me asignaron merece una celebración: remover, con una “pistola de agujas” que funciona a presión, la capa gris de pintura con la que estaba cubierta una de las paredes exteriores de la casa. La pistola pesa, los brazos duelen, pero en realidad es un trabajo que lo único que exige es paciencia, pues se avanza muy lentamente masajeando el muro y poco a poco descascarando su superficie. Ni yo mismo me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que tomé un descanso, me alejé unos metros y descubrí la hermosa pared de piedra que dormía debajo del anodino gris. Mi trabajo era sacar, pues, la pared original a la vista de todos, devolverla al aire frío y con olor a mar de esta orilla del mundo.

Rascar, arañar, descarapelar: indagar en busca del origen, o de qué. En un famoso poema, José Lezama Lima dice: “Voy con el tornillo / preguntando en la pared”, pero esa pregunta lo que busca no es la primera capa sino crear un vacío, un vacío que puede ser “más pequeño que un naipe” o “grande como el cielo”. A ese vacío, Lezama Lima lo llama “tokonoma”. Descubro que yo también, como el poeta, necesito un tokonoma, para reducirme y reaparecer de nuevo, para hacerme bolita, enroscarme en posición fetal y, luego, nacer, renacer. La dinámica es doble y fascinante: un minúsculo ejercicio de arqueología casera, en el que cavo rumbo al fósil de la casa para, centímetro a centímetro, reconocer los trabajos del tiempo y de las personas que decidieron cubrirla con una más bien triste y melancólica piel gris; y la posesión fugaz del tokonoma, en el que quepo entero y desaparezco para reaparecer en el reverso, tal vez nadando en una playa de olas gigantes, olas que tapan el sol y son de repente puro ritmo, el compás del universo. Me digo, mientras disparo mi pistola de agujas contra el muro, y en medio del ruido de la máquina ensordecedora: “ya tengo el tokonoma, el vacío”, y celebro mi flamante oficio de ayudante de albañil.

Mis coordenadas son poéticas: Seamus Heaney, en el que tal vez es su poema más citado, “Cavando”, cuenta cómo su padre y su abuelo se dedicaban a cavar “en busca de la turba buena”, de la tierra fértil, y concluye que él, que ya no es un campesino sino un escritor, cavará con su pluma. Guardando todas las distancias con el inmenso poeta irlandés, a mí me gusta pensar que yo estoy haciendo el movimiento inverso: dejando momentáneamente la pluma a un lado y volviendo a la pala, en busca de la tierra fértil en la que he de sembrar una nueva vida, y en busca del vacío (en el que se puede esconder un canguro, o la infancia) en el que puedo viajar a donde quiera sin moverme, cavando, preguntando en la pared.

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