La imposición del consenso

VIÑETAS LATINOAMERICANAS

Rafael Rojas *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

En estos días, la situación cubana resume todas las aristas de un largo e irreductible conflicto. Un colectivo de jóvenes activistas, llamado Archipiélago, convocó a una manifestación pacífica para protestar contra los arrestos masivos que siguieron a las protestas del 11 de julio. Con un lenguaje cuidadoso y persuasivo, los miembros del colectivo solicitaron permiso a las autoridades para marchar en diversas ciudades de la isla.

El permiso fue denegado con el argumento de que los fines de la manifestación eran ilícitos por aspirar a un cambio del sistema. La demanda de cambio de régimen no apareció de manera explícita en la convocatoria a la marcha ni en la solicitud de autorización. Sin embargo, las autoridades locales la dieron por hecha a partir de los apoyos que los manifestantes suscitaron en amplios sectores de la oposición y el exilio cubanos.

Desde hace seis décadas, el contexto cubano está marcado por el diferendo entre la isla y Estados Unidos y por la existencia de una emigración y un espectro variado de organizaciones y líderes opositores sin garantías mínimas para adversar al gobierno. Aunque las libertades de expresión, asociación y manifestación están formalmente garantizadas en la Constitución, no existen en Cuba, único país del hemisferio regido por un régimen monopartidista y de elección indirecta del jefe de Estado, leyes reglamentarias que tracen con claridad los alcances y límites de los derechos civiles y políticos.

Cualquier acción del Estado, la sociedad civil o la precaria oposición, en Cuba, está marcada por ese contexto. Es inevitable que cada acción genere respaldos o repudios de los adversarios o aliados del gobierno cubano, dentro y fuera de la isla. Durante muchos años, Cuba estuvo en el centro de la Guerra Fría, por ser un miembro del bloque soviético en el Caribe y un referente de las izquierdas globales. Es absurdo aspirar, entonces, a que lo que sucede en la isla carezca de resonancia global o a que el rol de los actores involucrados no provoque posicionamientos a favor o en contra.

En ausencia de leyes reglamentarias, que hagan transparentes los márgenes de la libertad de asociación y expresión, la forma represiva en que el Estado cubano reacciona ante cualquier muestra de disenso pone en cuestión el propio orden constitucional. La asunción oficial de toda muestra de desacuerdo como un gesto de hostilidad contra el Estado y sus leyes contribuye a generar un clima permanente de intolerancia y polarización, siempre enrarecido por los intereses en pugna.

Dado que el gobierno trata como enemigo a quien lo desafía públicamente, la represión se naturaliza a niveles poco frecuentes en América Latina y el Caribe. Lo vimos una vez más con los actos de repudio, los arrestos domiciliarios y la descalificación mediática oficial. A la neutralización de la acción opositora se suma un discurso de negación del disenso que recae en las malas prácticas del socialismo real.

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