Era una tarde del año 2010. Yo circulaba con algunos familiares a bordo de una camioneta de caja abierta por las calles de Miguel Auza, Zacatecas, un pueblo en el norte de la entidad que se encuentra a sólo unos pasos de la frontera con Durango y a dos horas por carretera de Fresnillo.
Es de esos recuerdos que no se borran y permanecen nítidos en la mente, lo tengo bien claro, fue un domingo de paseo y el regreso a casa era bastante alegre, con bromas y risas de mis primos duendes.
Una tarde tranquila pese a que en el ambiente pueblerino de aquel lugar norteño ya se respiraba la zozobra. Y es que la vida pacífica de los habitantes de aquella colonia, se había quebrado como cristal por hechos recientes: en una presa cercana fueron hallados los cuerpos de varios jóvenes que, un par de semanas antes, se reportaron como desaparecidos.
A ese hecho extraño y aterrador se sumó que en las entradas del pueblo comenzaron a aparecer hombres extraños con radios en la mano que avisaban la entrada y salida de cualquier persona. Todos ellos pelones y con la mirada asesina, me contaban mis amigos de aquel lugar.
Aún y con la preocupación con la que me contaban aquellos acontecimientos, yo los veía muy lejanos, hasta que aquella tarde en que al regresar del día de campo, la camioneta en la que viajábamos paró en seco. Quien conducía titubeó unos seguidos y enseguida echó en reversa, muy lento.
Frente a nosotros, a la vuelta de una esquina, apareció un convoy de camionetas. Mi impresión fue la de haber visto a una enorme bestia que bufaba enfurecida. El conductor de nuestro vehículo regresaba con cautela, tratando de no molestar a las camionetas, que se detuvieron frente a nosotros, como acechándonos.
Por la angostura de la calle tuvimos que ceder el paso. Las risas que unos momentos antes enmarcaban la tarde, se convirtieron en silencios profundos y desconcertantes. Todos, recuerdo bien, miraron hacia abajo o hacia otro lugar, que no fuera al convoy de cuatro vehículos, repletos de hombres armados.
Mi curiosidad periodística me hizo mirar hacia ellos por algo más de cinco segundos. Uno de mis familiares me tomó del brazo y me dijo, casi balbuceando: “no mires”. La bestia motorizada pasó a nuestro lado levantando una nube de polvo que nos hizo cerrar los ojos y contener el miedo, como si nos respiraran en la nuca.
Una vez que aquel comando se perdió entre las calles, uno de mis acompañantes me dijo en voz baja y como si alguien pudiera escucharnos: “ellos son los que secuestran, los que extorsionan, los que matan”. Todavía puedo escuchar el tono de terror con el que me lo susurró al oído.
Hoy en día, y más de una década después, veo con profunda tristeza y dolor, que en Zacatecas las cosas no han cambiado, el crimen organizado sigue acechando las calles, colgando cuerpos y sembrando muertos. Veo que siguen controlando el territorio y teniendo a la población en vilo. Los políticos —como en aquel entonces y como ahora— para lo único que son buenos es para poner pretextos, pero siguen sin atender el problema. Va un abrazo solidario y mis pensamientos para todos los queridos amigos zacatecanos, gente buena que no se merece vivir en ese terror.