A principios de agosto, el científico Gideon Schreiber y un equipo de virólogos en Israel, comenzaron a jugar con el virus Sars-CoV-2. Hicieron experimentos con la espiga del virus, la proteína que le permite adherirse a nuestras células. Querían ver si era posible predecir futuras mutaciones que pudieran derivar en una variante más peligrosa del Covid-19.
El equipo descubrió que, en efecto, había una gran número de formas en las que la espiga del virus podía evolucionar y, si todas las mutaciones ocurrieran a la vez, el resultado sería una variante peligrosa por transmisible y agresiva, capaz de atacar al sistema inmunológico y minimizar la eficacia de las vacunas.
Schreiber publicó el descubrimiento sin darle mucha importancia, pero, tres meses después, sus peores temores se hicieron realidad: una nueva variante, a la que la Organización Mundial de la Salud bautizó como Ómicron, apareció en Sudáfrica.
Ómicron intriga y preocupa. Tiene más de 30 mutaciones simultáneas. Todavía se sabe poco sobre ella, pero ya parece evidente que es mucho más transmisible que otras variantes del coronavirus. La pregunta es si produce más hospitalizaciones y muertes.
Esta semana, sin embargo, llegó un poco de alivio. Al menos para quienes vivimos en un país rico y desarrollado como Estados Unidos: la farmacéutica Pfizer anunció que tres dosis de su vacuna ofrecen protección contra Ómicron.
El problema es que el Covid-19 nos ha recordado insistentemente, y ahora otra vez con Ómicron, que en realidad hay dos pandemias, dos mundos. Para una, la resistencia de Pfizer a la nueva variante es una noticia alentadora, para la otra, la vacuna es apenas un deseo.
En el último año y medio, todos hemos estado apretados por el puño de la pandemia, pero no necesariamente de la misma forma. En el mundo opulento, esta enfermedad respiratoria de pronto se convirtió en una de las principales causas de muerte. En gran parte del mundo, en vías de desarrollo, en contraste, el mayor costo no vino por esta enfermedad, sino por las acciones que todos tomamos para enfrentarla.
Sólo en África, por ejemplo, 26 millones de personas viven con VIH; 400,000 mueren por malaria cada año. Con la pandemia, muchos dejaron de ir a las clínicas porque era más difícil llegar, o porque los trabajadores de la salud estaban saturados. Algunos expertos en salud pública, consultados por el periódico The Guardian, predicen que, como una consecuancia indirecta de la pandemia del Covid-19, el doble de personas podrían estar en riesgo de morir por malaria.
El saldo real del coronavirus debe incluir también estos fallecimientos. Muertes que pudieron haberse evitado, de no haber sido por la pandemia. Y algo para tomar en cuenta ahora, que Ómicron sacude nuevamente nuestra indiferencia hacia el Covid-19: cuando todo esto termine, el mundo debe transformarse para integrar a sus dos partes, en una misma comunidad.