Un hombre intachable*

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Juan Carlos es un hombre de 35 años nacido en la Ciudad de México. Tiene un hermano mayor y una hermana menor. Sus padres comenzaron su vida familiar demasiado jóvenes. Juan creció en una familia extendida, estuvo rodeado de tíos y primos y los describe como familia muégano. La madre se volvió muy responsable desde que era niña y es la superheroína de la vida de Juan Carlos. Creció en Ciudad Neza, en una casa con muchas carencias. Se recuerda como un niño alegre, sociable y extrovertido. También bien portado para agradar a los adultos. El padre era un macho mexicano típico: bebedor, mujeriego y mal administrador con el dinero. Mientras el padre andaba de fiesta, él, su madre y sus hermanos, vivían con lo mínimo. Juan recuerda sentirse culpable de todo desde muy pequeño. No tiene muy claro por qué. Quizá porque su misión fue hacer feliz a la madre, intentando compensar la ausencia del padre. La recuerda peleando y llorando porque el padre llegaba borracho todos los días. El padre finalmente decidió separarse de la madre y se fue de la casa cuando Juan tenía 10 años. Al padre le molestaba ver llorar a Juan y le exigía más que a sus hermanos. Siempre destacado académicamente, todos pensaban que Juan era sobredotado, pero sin recursos económicos fue muy difícil estudiar. Al irse el padre, se fue el dinero también. La madre fue costurera, cocinera, limpiaba casas, lavaba y planchaba ropa y fue obrera en una fábrica. Sus hermanos, tíos de Juan, los ayudaron lo más que pudieron. Juan logró entrar en una universidad pública y estudiar ingeniería industrial, aunque tuvo que trabajar como mesero, contratista y lavaplatos, mientras estudiaba. Cuando terminó la carrera gastaba todo su sueldo en mejorar la casa en la que vivían y le pidió a su madre que dejara de trabajar, que él se haría cargo de todo, cosa que hace hasta el día de hoy. Desde que empezó su vida amorosa, fue una especie de padre para sus parejas. Tuvo una novia a la que le compraba ropa, libros para la escuela y le daba dinero para estudiar. La ruptura de esa relación hizo que Juan fuera a terapia por primera vez. Sintió que se había roto su capacidad para relacionarse amorosamente. Lleva muchos años trabajando en una empresa de importaciones. Por fin pudo terminar la casa de su mamá, que estuvo en obra negra durante décadas. Se volvió el jefe de su oficina, pero el estrés del trabajo y su soledad lo hicieron volver a terapia. Inició una relación amorosa importante y comenzó a vivir con esa novia poco tiempo después de independizarse, pero se enamoró al mismo tiempo de otra mujer. La culpa por la infidelidad fue inmensa y Juan entró en un cuadro depresivo que lo convierte en alguien con quien es difícil estar, lleno de sombras y silencios. Dejó de comer y de dormir. Su pareja se fue de la casa porque sabía que Juan ya no la quería. Lo sostuvieron su perro, su madre, sus amigos y su trabajo, pero su desolación parecía cada vez más grande. Inició un tratamiento con antidepresivos y mejoró notablemente.

Juan intenta no parecerse al padre y se castiga duramente cuando bebe. Tiene una identificación fuerte con la madre. Llora mucho cuando piensa en la vida tan difícil que tuvo. Tiene gestos femeninos visibles, cosa que ha provocado el rechazo de varias mujeres con las que ha salido. Se reconoce como heterosexual, protector con la gente que quiere y muy vulnerable y sensible. Es un hombre que se hizo a sí mismo con la poca ayuda económica de la madre, de quien siempre fue el preferido por ser el más cariñoso. La culpa es la emoción que lo acompaña casi en todas sus relaciones. Se siente detenido en su vida amorosa y no se imagina retomándola. Parece que su único eje de estabilidad es el trabajo y ayudar a su madre. La soledad le pesa sobre todo los domingos o en celebraciones familiares. Tiene un gran sentido del humor, es inteligente y capaz de comunicar lo que siente. No puede perdonarse la infidelidad ni verse como el hombre bondadoso e intachable que anhela ser. Tenemos una relación muy buena y cercana. Me hace reír y me conecto fácilmente con sus sentimientos y con su forma de relatar sus experiencias aunque a veces me siento impotente para ayudarlo. Parece como si no me escuchara, porque invariablemente corrige o argumenta mis palabras. Suele decir: “No es eso lo que me preocupa, no es que sienta eso, no sé si es así como lo dices”. Es como si le costara mucho trabajo relajarse para recibir y no dejar el papel del que resolverá los problemas, incluso los míos. También me dice “Cuídate, sal con chamarra porque hace frío”. Me parece que su conciencia moral es excesivamente punitiva, que ayuda en exceso a los demás, que no ha sido capaz de ver a la madre como un ser humano con claroscuros y que está convencido de que ya ha hablado demasiado del abandono y del egoísmo de su padre en procesos terapéuticos anteriores.

*Este caso es ficticio. Cualquier semejanza con la realidad es una coincidencia.

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