Nuestro asunto

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.

Vivo enfrente de un pequeño cementerio y al lado de otro, más grande, ambos muy, muy antiguos. Esta presencia, en lugar de crear una atmósfera sombría o incluso (supongo, para algunos) terrorífica, resulta extrañamente reconfortante.

Me corrijo de inmediato: extrañamente no, ¿por qué tendría que serlo si la muerte siempre ha estado con nosotros y es, por decirlo rápidamente, parte de la vida? La vida, de hecho —anotó el compañero Montaigne— es un aprendizaje para la muerte. Hacia allá vamos todos, y lo verdaderamente extraño es sorprendernos o asustarnos con su presencia. Quevedo dijo que la lectura es una conversación con los difuntos, y lo es, pero ellos también nos hablan desde esas viejas lápidas de granito, y lo que dicen, lo que me dicen, es, en una palabra, “vive”. O en cuatro: “Vive, tú que puedes”.

La muerte, dijo Saul Bellow (y perdón que cite tanto, pero es que, ciertamente, la conversación con los difuntos es constante), “es el fondo oscuro que necesita un espejo si es que queremos ver algo”. Sin ese tope, sin esa certeza, la vida probablemente sería un continuo insípido y tedioso. Quien desee la inmortalidad tal vez la consiga un día, pero como castigo. El mensaje de los seres queridos que nos dejan, muchos de ellos precozmente, es que este momento (éste, que damos por sentado) es único e irrepetible. Christopher Hitchens, un difunto precoz, que reflexionó con gran lucidez sobre la mortalidad al saberse condenado por el cáncer, escribió: “La muerte es segura, reemplaza tanto al canto de las sirenas del Paraíso como al temor del Infierno. La vida en esta tierra, con su misterio, belleza y dolor, debe entonces vivirse con mucha más intensidad”. Es un argumento de buen ateo, y no resulta fácil refutar la evidencia científica de nuestra única y verdadera posesión: el aquí y el ahora.

El fondo oscuro del que hablaba Bellow se ha remarcado, hasta el ennegrecimiento, con la larga y tal vez permanente pandemia que debe estarnos enseñando a “ver algo”, a ver mejor, a vivir mejor, sin desdeñar la experiencia del dolor y de la pérdida. Dolor, por otro lado, del que han sido liberados nuestros muertos. La muerte no tiene muerte, dijo Lucrecio en un pasaje inmortal (je) de su gran poema. El mantra simplificado y para “dummies” podría ser, si me permiten, vivir la vida intensamente y morir la muerte con la máxima relajación. Incluso el terrible intermedio de la enfermedad trae consigo su propio magisterio, para quien quiera recibirlo. Y el humor, esa arma de la inteligencia, también tiene cabida ante ese “fondo oscuro”. Cuando a Voltaire, en su lecho de muerte, le dijeron que se arrepintiera y renunciara al demonio, dijo que ese no era momento de estar haciendo enemigos.

La muerte es el horizonte de la vida, su más poderoso referente: su incorporación en nuestra mentalidad debe ser todo menos lúgubre. Es, de hecho, de lo más vivificante, y es tan natural como nacer, no lo olvidemos. No olvidemos tampoco que no importa cómo morimos sino cómo vivimos. El hecho de morir no es de importancia, dijo el Doctor Johnson: dura muy poco. El hecho de vivir es nuestro asunto.

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