Desde la pasada campaña presidencial, Joe Biden intentó contraponer, al pragmatismo selectivo y filotiránico de Donald Trump, un regreso al compromiso de Estados Unidos con la democracia a nivel global. Las tensiones de Biden con Rusia hacían esperar una orientación contra Moscú. Pero el candidato demócrata llamó siempre a cuidar el vínculo con China, tomando distancia del marcado rechazo del trumpismo hacia el gobierno de Xi Jinping.
En cuanto llegó a la Casa Blanca y alistó su equipo en el Departamento de Estado, Biden incluyó plenamente a China, junto con Rusia, dentro de su diagnóstico sobre las amenazas globales a la democracia. Sin embargo, ese desplazamiento ideológico no deja de ser selectivo, como el de la política prorrusa y antichina de Trump. Lo hemos confirmado en días recientes al leer la lista de gobiernos latinoamericanos, invitados y no invitados, a la Cumbre de la Democracia.
Como era de esperar, Washington excluyó a los tres países regidos desde normas y prácticas más ajenas a la democracia: Venezuela, Nicaragua y Cuba. Pero también propuso aislar a gobiernos que favorecen diversos giros autoritarios, sin alterar plenamente, hasta ahora, el orden constitucional establecido, como los de Bolivia, Guatemala, El Salvador y Honduras. Otro país no invitado a la cumbre fue Haití, un Estado y una sociedad que sufren una prolongada crisis integral, en la que se vuelve fútil la diferencia entre autoritarismo y democracia.
La exclusión de Bolivia, reclamada por el presidente argentino Alberto Fernández, en su intervención, es un error evidente de Antony Blinken y su equipo. Luis Arce ganó la presidencia de Bolivia en unas elecciones democráticas, luego de un golpe de Estado y un gobierno interino con múltiples indicios de arbitrariedad y despotismo. El desaire a Bolivia, miembro de la alianza bolivariana que, sin embargo, sostiene una interlocución privilegiada con gobiernos de la izquierda post-chavista, como el mexicano y el argentino, y mantiene una política económica y social responsable, es un mal cálculo estratégico.
Igual de equivocada es la exclusión de los tres países del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), región que desde hace años produce los mayores éxodos migratorios hacia Estados Unidos. Que en algunos de esos gobiernos se verifican focos de corrupción y autoritarismo es incuestionable, pero su relegación conspira contra el proyecto de negociar, con México, una política de colaboración y desarrollo regional que contenga la emigración. ¿No era esa iniciativa, encargada a la vicepresidenta Kamala Harris, una prioridad de Biden?
En el siglo XXI, la línea que divide las democracias y los autoritarismos se vuelve cada vez más borrosa. La diplomacia estadounidense parece no tomar en cuenta esa complejidad en un momento de fuertes realineamientos geopolíticos, fácilmente aprovechables por los rivales de Washington en el mundo.