La primera vez que fui al Paseo de la Fama en Hollywood, me decepcioné. El boulevard tiene a los mejores publicistas que, a lo largo de los años, han conseguido convertirlo en un sitio icónico que miles de personas sueñan con conocer; sólo pocos consiguen dejar su nombre tatuado ahí.
Esperaba yo algo grandioso, pero me encontré con unas pocas cuadras con estrellas en el pavimento, dos teatros, una multitud de turistas impidiendo el paso y el olor a marihuana en las esquinas. Como sucede con muchas otras cosas en Los Ángeles (LA), me tomó tiempo entender y apreciar la dinámica de este lugar. Al final, otra vez, como con tantas cosas de LA, terminé por entenderlo y apreciarlo de verdad: la magia no está en lo físico ni en lo geográfico, está en una idea y en un sueño. El imaginario colectivo le da a este lugar su estatus de simbólico y emblemático: sólo los gigantes consiguen tener su estrella ahí.
En 1998 la tuvo Vicente Fernández, y en su presentación rompió todos los récords de asistencia. Más de 4 mil personas llegaron al boulevard Hollywood a ver al cantante. Sólo una muestra del tamaño del ídolo y su importancia para los inmigrantes mexicanos.
Gustavo Arellano escribió en estos días una columna en el periódico Los Angeles Times en la que explica esto como nadie: “Chente era más que sólo un personaje para los inmigrantes de la generación de nuestros padres y nuestros tíos. Él era ellos a cada paso que daban en sus nuevas vidas en Estados Unidos”. En un tiempo en el que los inmigrantes mexicanos no eran bienvenidos, se sentían visibles y escuchados en la voz de Vicente Fernández. Los triunfos del Charro de Huentitán se convirtieron en los triunfos de esta generación de inmigrantes que, junto a él, se abrió paso y alcanzó el éxito en Estados Unidos.
Para ellos, llegar hasta aquí no ha sido fácil. Atrás están las historias de esfuerzo y sacrificio. El largo camino en busca de no mucho, sólo lo elemental: una oportunidad. Emigrar es, tal vez, una de las cosas más complicadas de la existencia humana. Haberse ido para progresar y querer volver para dejar de extrañar. El inmigrante vive siempre en esa tensión; el espacio entre los deseos y las añoranzas, el futuro y el pasado. El país que nos da trabajo, y el país que nos vio nacer. Y se puede querer las dos cosas a la vez: la esperanza del mañana en otro sitio, y la nostalgia por las cosas buenas del ayer en el lugar de siempre. Lo que no se puede es tener las dos cosas a la vez.
Por eso, con la muerte de Vicente Fernández, su Estrella en el Paseo de la Fama en Los Ángeles, se llenó de flores y se inundó de fanáticos que lamentaron su partida con un canto desentonado desde lo más hondo del estómago, en honor al Rey.
En el fondo, lo que muchos de ellos quieren como inmigrantes, es lo mismo que Chente quiso en la canción que lo catapultó a la fama: volver, volver, volver.