Léase la siguiente frase en tono grave y erudito: un monje del siglo XVI llamado Filoteo de Pskov dijo que, después de Roma y de Bizancio, la tercera Roma sería Moscú y que, cuando ésta cayera, ya no habría más.
Cada vez que hay una guerra que involucra a los rusos, citar la profecía de la Tercera Roma hace que muchos intelectuales, de Carlos Fuentes a Juan Manuel de Prada, se sientan abiertos al Otro, eurocéntricos en deconstrucción. ¡Imagínense los sueños húmedos que experimentan muchos rusos al aludir a esta tradición! Como si el augurio de Filoteo sirviera para designar un “alma rusa”, en oposición a un mundo globalizado, falto de espiritualidad y en decadencia por la sociedad de consumo, aparte de que la frase menciona el fin de los tiempos, si alguien osara derribar a Moscú de su pedestal imperial.
Es verdad que a lo largo de los últimos siglos han caído imperios en el Mediterráneo y se han formado otros en Eurasia y en América del Norte. Pero enseñar la geopolítica como profecía de Nostradamus es enfermizo. Desde el siglo XIX, el nacionalismo ruso propagó la narrativa de una tierra buena e ingenua, enfrentada al progreso frívolo de Noreuropa. Al perder Rusia la guerra de Crimea en 1856, el rencor se agregó a este menjurje patriótico. Hasta Dostoyevsky tuvo sus años de odio hacia Europa y deseos de revancha.
Este nacionalismo dio lugar a un movimiento loco a fines del siglo XIX: el cosmismo. El bibliotecario Nikolái Fiódorov pensó que, de acuerdo con el dogma de la resurrección de la carne, los actuales pecadores podrían, después de muertos, re-ensamblarse en nuevos seres santos. La idea del fin de los tiempos, mezclada con lenguaje supuestamente bioquímico, explica Michel Eltchaninoff.
Durante el periodo soviético, no sólo no fue ignorada esta pseudociencia sino que se la elevó a programa de gobierno: los rusos, vencedores del mal absoluto (el nazismo), eran mensajeros del bien y la ciencia soviética estaría al servicio de la construcción del hombre nuevo.
Vladimir Putin rechazó los afanes de igualdad de la antigua URSS, pero no el milenarismo cosmista. Desde hace años, ha instrumentalizado procesiones llamadas del Regimiento inmortal en las que los descendientes de soldados rusos marchan con los retratos de sus parientes caídos en batalla. La idea detrás, explica Galia Ackerman, es la de la guerra sagrada donde vivos y muertos se unen en la lucha.
¿Qué busca este misticismo militarista? Obviamente, no gira en torno a los derechos humanos, ni busca liberar a las mujeres, ni a las minorías discriminadas; tampoco proteger a menores (antes bien, encontramos en las guerras de Chechenia y Siria crímenes atroces contra todos ellos que, al ser denunciados por la periodista Anna Politkovskaya, le costaron la vida). El sueño de Putin es el de un imperio ruso libre de progresistas y de la “peligrosa” democracia liberal. Y, si las cosas se le salen de control, el milenarismo cosmista postula que el alma rusa es capaz de enfrentar toda clase de privaciones y sufrimientos. Rusia grandiosa o el Apocalipsis.