Con todas las proporciones guardadas, desde hace tiempo tengo la firme convicción de que entre rusos y mexicanos hay una multiplicidad de vasos comunicantes que hacen que sus problemas políticos y los nuestros suelan ser perturbadoramente similares. Para muestra, un botón: en Rusia uno de sus dichos más populares es casi idéntico a uno que se escucha desde hace décadas en México, “ellos pretenden que nos pagan y nosotros pretendemos que trabajamos”.
La corrupción es uno de los grandes problemas que ha afectado a ambos países y que hoy sigue sin ser resuelto de fondo. En el caso de Rusia, la lección es potente, pues una parte del fracaso de su intento de conquista de Ucrania se debe a la incapacidad de sus fuerzas armadas que, entre otras causas, es consecuencia de la corrupción que se ha enraizado en el gobierno de Putin.
Alexei Navalny, quien fuera uno de los principales opositores de Putin mediante el activismo que realizaba con su Fundación Anti-Corrupción (FBK por sus siglas en ruso), evidenció múltiples esquemas de corrupción y enriquecimiento a costa del erario entre los que también participaban los militares. Por ejemplo, documentó y denunció cómo uno de los oligarcas favoritos de Putin, Yevgeny Prigozhin, creó una red de empresas que simulaban competir y que lograron corromper el sistema de compras públicas para quedarse con prácticamente todos los contratos del ejército para dar alojamiento y alimentos a los soldados rusos.
La respuesta autoritaria naturalmente fue atacar al mensajero y la denuncia, naturalmente, fue desestimada por el gobierno de Putin; los implicados tuvieron el respaldo del Estado para atacar de vuelta a Navalny, que hoy sigue en prisión después de haber sido envenenado y cuya organización ha sido completamente desmantelada, perseguida y prohibida para continuar con sus labores. Los contratos de Prigozhin también continuaron y hoy, en medio del desastre logístico de los militares rusos que están invadiendo Ucrania, se ha evidenciado cómo los soldados están recibiendo alimentos caducados.
Como ése, hay una montaña de casos de corrupción que hoy se reflejan en los fracasos militares de Putin. Desde los casos documentados de contratos para desarrollar sistemas de intercepción de misiles que acabaron en nada porque quienes los desarrollarían eran empresas fantasma con dirección en unos baños públicos en la región rusa de Samara, hasta contratos dados para crear sistemas de navegación, comunicación y ataques de precisión que se pagaron, pero sin resultados porque sólo se simuló el trabajo en papel. Hoy conocemos transmisiones de radio de las fuerzas invasoras rusas porque se comunican por frecuencias abiertas de radio que han sido fácilmente interceptadas por civiles.
Una de las prioridades políticas de Putin fue modernizar al ejército para ponerlo a la altura de sus ambiciones, pero desde la cima de una pirámide basada en la corrupción y en la lealtad política como principal elemento de control, se crearon todos los incentivos para la simulación, el saqueo y la creación de un ejército moderno y competente en el papel, pero frágil y hueco en la realidad. Y sin mecanismos democráticos que permitieran darle cabida a las múltiples señales de advertencia que venían desde fuera del gobierno, el Leviatán se quedó ciego y sordo, confiado en que todo iba bien, muy bien.