La pensadora francesa Chantal Mouffe ha insistido en que su formulación de la política como agonística, en buena medida inspirada en Carl Schmitt, implica la legitimidad de los rivales. Para que haya política y, específicamente, política democrática, es indispensable que tanto el gobierno como la oposición gocen de plenas garantías para su ejercicio público.
La deslegitimación mutua entre gobierno y oposición comienza por el lenguaje. En países no democráticos los opositores carecen de derechos porque son asumidos como enemigos de la nación. A esa deslegitimación corresponde otra: la de las oposiciones que consideran al gobierno como una entidad espuria, que debe ser removida del poder por la fuerza o bajo presiones.
Es por ello tan preocupante que en un país como México, bajo una democracia en consolidación, el lenguaje político vaya adoptando poco a poco el tono de la deslegitimación que caracteriza a los diversos modelos autoritarios. Gobierno y oposición comienzan a interactuar verbalmente, ya no como rivales o adversarios, sino como enemigos que deben ser aniquilados.
No deja de ser revelador que este deterioro del lenguaje político en México se produzca en el momento de la historia del país, más claramente inscrito en la normatividad de las democracias modernas. Pero aun en democracia, el camino de la deslegitimación de actores políticos conduce a la degradación y el envilecimiento del orden cívico
La figura de la “traición a la patria”, tipificada con precisión en el Código Penal federal, como un delito grave, se maneja sin escrúpulos para catalogar al rival. De acuerdo con el artículo 123 de ese código, la traición a la patria se produce cuando se realizan “actos de hostilidad” o “contra la independencia, soberanía e integridad de la nación”, por medio de “acciones bélicas” o de espionaje, bajo las órdenes de un gobierno extranjero. Se trata de un delito castigado con penas de entre 5 y 40 años de cárcel.
Cuando los contendientes públicos en una democracia se tratan como traidores a la patria se genera una desnacionalización de los actores políticos. Al aparecer como antinacionales, legisladores, dirigentes partidistas o líderes de opinión pierden porciones de legitimidad ante la ciudadanía. Ese desplazamiento va más allá de la política como guerra por otros medios e incentiva una criminalización que envilece la vida pública.
La criminalización abre la puerta al desconocimiento mutuo, pero también al descrédito de la ley. Si unos y otros son traidores y no son juzgados por ese delito grave, el Código Penal comienza a ser invocado como un documento inútil. La opinión pública hecha escenario de una criminalización verbal, que no se traduce en procesamientos judiciales, es un síntoma grave en cualquier sistema político.
La deslegitimación mutua entre gobierno y oposición comienza por el lenguaje. En países no democráticos los opositores carecen de derechos porque son asumidos como enemigos de la nación. A esa deslegitimación corresponde otra: la de las oposiciones que consideran al gobierno como una entidad espuria, que debe ser removida del poder por
la fuerza o bajo presiones
El abuso de calificativos y epítetos no es una consecuencia natural de la polarización, la lucha de clases o el conflicto entre el pueblo y las élites. Las políticas sociales más progresistas y radicales pueden conducirse a través de pactos y negociaciones entre diversas corrientes del espectro ideológico. La descalificación entre rivales no es inevitable ya que el lenguaje público no se reproduce por generación espontánea sino que es, también, una construcción política.
No deja de ser revelador que este deterioro del lenguaje político en México se produzca en el momento de la historia del país, más claramente inscrito en la normatividad de las democracias modernas. Pero aun en democracia, el camino de la deslegitimación de actores políticos conduce a la degradación y el envilecimiento del orden cívico.