El terror punitivista azota nuestro país vecino, El Salvador, y la indignación internacional no se hace presente. Nayib Bukele ha instaurado en su periodo de excepción una “guerra contra las pandillas”, acompañada de reformas penales que deberían escandalizar a cualquiera. Se ha limitado a la prensa en los temas relacionados a las pandillas, se aprobó el encarcelamiento de niños desde los 12 años de edad, que se encuentren relacionados a las pandillas, y se les enjuiciará como si se tratara de adultos. Asimismo, los jueces se mantendrán anónimos, el anonimato ciertamente protege contra represalias, pero también fomenta el que los juicios sean poco transparentes y el que se sancione siguiendo intereses privados.
Estas medidas han llevado a una cantidad de encarcelamientos mayúscula, en los que los retenidos son procesados sin la debida investigación y sin garantía alguna de que sean criminales realmente. El presidente mismo, a través de Twitter, compartió que la base para determinar la participación en las pandillas son los tatuajes, es decir, no se considera el posible reclutamiento forzado, sobre todo de jóvenes y niños, o la posibilidad que el individuo haya desertado. El punitivismo se lleva los aplausos fácilmente pero no es una estrategia contra el crimen, simplemente es una reacción desmesurada.
Bukele amenaza con duros regímenes y castigos dentro de las cárceles, se le olvida que las no son centros de tortura, sino centros de reformación. Las cárceles tienen su principal interés en la reintegración de los individuos al tejido social. El presidente se pavonea y presume abiertamente por Twitter que las personas privadas de su libertad “no han visto el sol en días”, de que “duermen en el piso sin cobijas” y que “la comida será limitada pues cada vez hay más personas dentro”. Limitar los alimentos, el sueño y adoptar una postura punitivista que viola los derechos de las personas retenidas es contrario a la visión reformatoria y debe ser condenada. Suprimir derechos es, en cualquier caso, inaceptable.
Atentar contra la dignidad humana, y llamar al encarcelamiento intensivo, ignorando el debido proceso legal y las normativas de derechos humanos, es un crimen. Bukele se ha encargado de deshumanizar a cualquier individuo “sospechoso” para justificar la creciente militarización del país y se inclina a ostentar el poder de un ejecutivo omnipresente, sin justicia independiente.
El discurso que maneja el presidente salvadoreño es, además, polarizante, pues presenta a los defensores de los derechos humanos como defensores de los criminales, sin embargo, combatir el crimen, las pandillas y la creciente inseguridad sin pasar por encima de los derechos humanos, las normativas internacionales y el debido proceso, es posible y debe ser la única opción. No se llama a una estrategia de “abrazos” pero si se condena el abrumante pisoteo de los derechos humanos que se lleva a cabo en El Salvador.