Reforma Electoral: lo político

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Horacio Vives Segl*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

En días previos circuló una propuesta de Reforma Electoral bajo el auspicio del Gobierno y sus aliados que, en caso de aprobarse, no sólo cambiaría profundamente las reglas de competencia para la conformación de gobiernos y congresos en México, sino que, además, dañaría significativamente la correcta senda por la que hasta ahora se ha transitado hacia el pluralismo político y la consolidación democrática del país.

No me detengo, por ahora, en las consecuencias técnicas que en distintos ámbitos produciría la propuesta, en caso de aprobarse. Dejaré eso para una siguiente entrega. Baste por ahora hacer algunas precisiones sobre el contexto político en que se pretende aprobar la reforma. Empecemos por lo que resulta obvio: dado que el actual sistema electoral funciona muy bien, no sería necesario hacer cambios significativos. Y considerando las diversas y agudas problemáticas que actualmente padece el país, y que debería afrontar y resolver el Gobierno, ¿es políticamente responsable crear un nuevo distractor y frente de conflicto, en vez de abocarse a resolver esos graves problemas?

Otra cuestión es entender la naturaleza del cambio de reglas en el juego democrático. Si bien es cierto que para reformar la Constitución se requiere una exigente mayoría calificada de dos tercios, si algo hemos aprendido como país —a golpes de realidad— es que, en el caso de las reformas político- electorales, lo deseable es que todas las fuerzas políticas relevantes participen en su negociación y aprobación, de modo que el acuerdo alcanzado sea por un amplio consenso y, de preferencia, por unanimidad, de modo que la nueva institucionalidad cuente, al menos de inicio, con una fuerte legitimidad.

Pero analicemos el ambiente en el que se pretende aprobar la iniciativa. En primera instancia, el lopezobradorismo viene de dos derrotas importantes: el desdén ciudadano frente a la revocación de mandato y el rechazo legislativo a la Reforma Eléctrica. Lanzar una iniciativa así en este momento, después de tales descalabros, tiene un claro componente de oportunismo político: entramos en la recta final, a un escaso mes, de las elecciones locales en seis estados de la República, que incluyen la misma cantidad de gubernaturas. El lopezobradorismo arrancó con un diagnóstico en el que arrasaría en esos comicios; al día de hoy, todo apunta a que se va a abollar la carrocería de ese ansiado “carro completo”. Así, para ellos es esencial seguir apostando a la narrativa de que cuando consiguen triunfos electorales, es a pesar de las autoridades y, que, si no los logran, invariablemente es porque hubo fraude (que sólo existe en su imaginación).

Además, algo sumamente grave: estamos en medio de una campaña de odio, sin precedentes en el país, en la que el Gobierno y sus aliados promueven un linchamiento mediático contra los legisladores que no avalaron su propuesta de Reforma Eléctrica, a quienes no se deja de señalar con furia como “traidores a la patria”. ¿Es ese un entorno apropiado para solicitar la cooperación de la oposición para aprobar una reforma? Definitivamente no. Por ello, en las condiciones actuales, esa reforma nació muerta.

Pero lo más importante —que hay que señalar con toda claridad— es que no debe ser aprobada ninguna reforma que vaya en contra de la pluralidad política y el funcionamiento adecuado de un sistema electoral que tomó generaciones construir. Avalar lo que se presentó públicamente sería claramente regresivo y opuesto a la consolidación democrática de México.

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Arturo Damm Arnal