En el único taller de poesía al que he asistido, Antonio Deltoro tuvo el buen gusto de no pretender enseñarnos a escribir (¡y poesía!), sino de compartirnos sus asombros y un método de lectura característicamente suyo: el de la interrogación del poema a través de la repetición. Nos leía un poema que había llamado poderosamente su atención, luego me pedía a mí que lo leyera, luego a Luigi Amara, luego a César Arístides, luego a Marcos Davison, luego a Benito Artigas…
En esa perseverancia, leído a varias voces, el poema cobraba vida, se alzaba en dos patas y caminaba entre nosotros como un individuo fascinante, hecho de palabras, resonancias, sugerencias, sentido y sonido. En la repetición se asomaba ya la mnemotecnia, pero algo más: en la agudización de los sentidos, el artefacto asumía una materialidad densa y hablaba, nos hablaba, como si respondiera a todas nuestras preguntas. Se sabe: la única explicación de un poema es el poema mismo. Deltoro lo sabía.
Dicho acercamiento al poema era consistente con una teoría del asombro elaborada por el propio Toni (como le decimos sus amigos): “El asombro no estriba tan sólo en vivir lo que hemos vivido toda la vida como si fuera la primera vez, sino también en vivir la repetición, lúcida y conscientemente, como un milagro, como un resplandor”. No el fogonazo de la sorpresa, sino el resplandor de lo conocido, el testimonio de la repetición como un milagro. Quien así cosecha asombros es un animal de pausas, alguien con “la disponibilidad de un ojo profundo y avispado, pero no dirigido”. No dirigido, sino permitiendo que el mundo se exprese, que el poema se exprese, “como el niño que sale a la calle y no sabe qué juego lo encontrará”. Esta actitud, hoy, es de una elegante rebeldía, una resistencia a nuestra prisa de correveidile y averígualo todo, una fe en el misterio de las cosas que sólo se revela en la disposición del pasmo. La obra de Toni viene de regreso de las poéticas de lo sublime y del relámpago y funciona como un sosegado antídoto contra la ansiedad y esta sed que tenemos de satisfacciones instantáneas.
Nos recuerdo leyendo un poema de Eliseo Diego sobre las vacas, sesión en la que todos parecíamos rumiar, contagiados no solamente por el poema sino por la disposición de nuestro amigo y maestro, que digería las palabras una a una para mejor saborearlas, para mejor entender. Entre lectura y lectura, había silencio, porque sin silencio no hay poesía, porque al final de cada poema, y aun de cada verso, hay un abismo blanco contra el que se recorta la expresión: ése es el espacio que Toni nos enseñó a habitar.
Hace tres días, Toni cumplió 75 años, y aunque la edad es vespertina, hay algo en él y en su poesía que siempre es infantil y matutino. Creo que es un poeta al que vale la pena regresar, y regresar, y regresar. Hoy me quedo rumiando dos versos suyos que cifran lo que torpemente he estado queriendo decir para celebrar su cumpleaños:
“En la sombra de un salto
no cabe el crecimiento de los hongos”.