Prohibido prohibir

CONTRAQUERENCIA

Eduardo Nateras*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Hace unos días, de manera sorpresiva, un juez federal en materia administrativa suspendió provisionalmente las corridas de toros en la Plaza México, en respuesta a un amparo promovido por una asociación civil.

Si bien la suspensión es provisional, sus efectos son de carácter inmediato, en tanto se evalúa el caso y se emite una resolución final, la cual está en función de las pruebas e informes que presenten las partes involucradas en los plazos legales establecidos, lo que podría llevar –en última instancia– a la suspensión definitiva de los festejos taurinos en la plaza de toros más grande del mundo y la más importante de América.

Las principales motivaciones del amparo son que, con la celebración de las corridas de toros, se viola el derecho a un medio ambiente sano, que llevarlas a cabo es inconstitucional y que la ley de la Ciudad de México que las avala es, también, inconstitucional. Independientemente de que la argumentación se sostenga con alfileres, este reciente embate se suma a diversas propuestas legislativas que buscan prohibirlas –invariablemente en coyunturas electorales– en la capital mexicana y a una reciente discusión al respecto en el máximo tribunal del país.

Las corridas de toros arribaron al continente americano con la llegada de los conquistadores españoles y, desde entonces, echaron sólidas raíces en lo que hoy es México. La tauromaquia consiste en un ritual crudo que pone –cara a cara– a lidiador y astado, con el burel como principal protagonista y en donde cada acto de la lidia dota de dignidad y grandeza al momento del sacrificio del toro –justamente, con una corrida en torno suyo, contrario al anonimato de la muerte en un rastro. Así, apreciar la sublimidad de este complejo rito ha generado –durante siglos– expresiones artísticas de todos tipos –arquitectura, cine, danza, escultura, literatura, música, pintura y teatro.

Con todo, las sociedades y los intereses cambian y es una realidad que el panorama para la tauromaquia es gris, desde donde se le vea. Pero tanto o cuanto más gris es la manera en la que se busca terminar con esta práctica milenaria –con orígenes en las culturas del clásico mediterráneo y cuya forma más similar al concepto actual del toreo puede rastrearse desde el siglo XIX– por medio del abolicionismo, pues siempre será más sencillo conquistar a la fuerza que por medio del convencimiento.

Si los tiempos marcan que la tauromaquia ha de desaparecer, que así sea, producto de una labor de persuasión y por falta de interés, de afición e, incluso, de incentivos económicos. Pero no por medio de la imposición de medidas electoreras y actos prohibicionistas –la fácil salida para proscribir lo incomprensible– que parten del desconocimiento, que basan sus motivaciones en la forma en que el astado muere sin exponer cómo vive y que –so pretexto de salvaguardar su vida– necesariamente conllevaría la extinción del toro de lidia.

La tauromaquia no es para todos, pero ello no implica que no pueda ser para nadie. Diálogo, en vez de imposición. Convencimiento, en vez de prohibición. Esto es lo que esta discusión requiere.

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