Un fantasma recorre América Latina: el fantasma de la represión contra los defensores de derechos humanos, las organizaciones de la sociedad civil y los periodistas. De acuerdo con el último dato de Freedom House, en nuestra región se concentran tres cuartas partes de todos los homicidios de defensores de derechos humanos que se cometieron en el mundo. Y la situación futura no es esperanzadora.
El reporte “Defendiendo a los defensores y activistas de derechos humanos y de la democracia en América Latina”, preparado por la organización internacional en anticipación a la IX Cumbre de las Américas, da muestra de un panorama desolador: un número creciente de gobiernos de nuestra región está abandonando la protección de los ciudadanos que les resultan incómodos por su activismo y, en algunos casos, está convirtiéndose en los mayores perpetradores.
La negativa de algunos mandatarios para participar en la cumbre, amparados bajo un supuesto de inclusión democrática hacia todas las naciones, ha lanzado un cobijo de impunidad sobre aquellos regímenes en los que el Estado ha abandonado su vocación de protección del interés general, pues invirtieron el papel de los victimarios para hacerlos pasar por víctimas.
Pocos ejemplos son tan elocuentes y preocupantes como el de Nicaragua, en donde la lista de detenidos por motivos políticos llega a 182 y más de 100 mil personas han tenido que escapar del país en los últimos 4 años para convertirse en refugiados, de acuerdo con datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados. El hecho de que el régimen de Daniel Ortega pudiera haberse lanzado impunemente a convertirse en una dictadura en la que los manifestantes, sean estudiantes o adultos mayores, han sido asesinados (se han documentado de manera fehaciente cientos de casos de asesinados por grupos paramilitares apoyados por el gobierno, fuerzas policiales y militares) y en la que todos aquellos que han osado alzar la voz, criticar al gobierno o intentado ser oposición, han sido perseguidos y encarcelados, debería ser motivo suficiente para hacer que la discusión girase en torno a las víctimas del régimen. Pero para muchos gobiernos, ha sido preferible decir que las verdaderas víctimas son los indefensos mandatarios en lugar del eslabón más débil en los regímenes en los que el Estado de derecho ha sido hecho pedazos: los ciudadanos de a pie.
En las sesiones alrededor de la Cumbre de las Américas se abrieron espacios para las víctimas reales de estos regímenes, que ya se escriben en plural. Por ejemplo, el foro “¿Presos por qué? Personas presas por motivos políticos en Cuba, Nicaragua y Venezuela” permitió escuchar de viva voz los testimonios de quienes han sufrido la violencia salvaje de estos gobiernos. Pero eso no es suficiente. Ante la negativa de muchos gobiernos de expresar su preocupación ante la situación de estas personas, se vuelve indispensable recordar que el costo de nuestra indolencia es la muerte no sólo de la democracia, sino de personas de carne y hueso que, estemos de acuerdo o no con ellos, merecen vivir y ser libres si su único delito es disentir. Y esto debe recordarse no sólo alrededor de las cumbres internacionales, sino en todo momento.