El consejo de las piedras

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

He sentido el llamado de las piedras. Esto puede sonar presuntuoso, o dramático, o demencial, pero es cierto. Ellas, sin duda, se expresan, a su serena, reconcentrada manera, y lo hacen desde un mutismo milenario probablemente anterior a la sonoridad. Son, me parece, como voceras del tiempo, pues en su cuerpo está escrito el paso de las eras. ¡Lo que han atestiguado, las piedras! Su llamado puede ser el del suave y minúsculo guijarro o el del gran cañón cortado a tajo por un dios de la cantera mitológica.

Pero llamado, es, y se le puede responder, también en silencio. Nuestro diálogo con las grandes piedras es ritual y ha cumplido funciones religiosas, geográficas, de devoción y conquista. Hace poco, en Stonehenge, lo sentí, y me asaltó la sensación (¿puedo decir que vertiginosamente tranquila?) de saberme minúsculo y fugaz en el espacio-tiempo, pero también único, irrepetible, impar. Estos pétreos interlocutores consiguen contagiarme una calma de siglos, y fue así que me acerqué a otro megalito, ayer, con la muerte de mi padre aún muy reciente, en busca de la calma de las piedras.

Mên-an-Tol, así llamado en la lengua de Cornualles, es un megalito en el sur profundo de Inglaterra que consta de tres piezas, dos verticales y una circular, y que desde cierta perspectiva puede describirse como el número 101 en versión tridimensional. Es imposible de fechar, pero fue erigido o en el Neolítico tardío o a principios de la Edad de Bronce, y aunque no es colosal como otros sitios, deja sentir de inmediato su elocuencia de tiempo y toneladas. La piedra circular es un cero perfecto, como trazado con compás, y uno puede atravesarlo con cierta facilidad. De hecho, una leyenda cuenta que, en las noches de luna llena, si una mujer lo atraviesa siete veces hacia atrás, quedará embarazada. Otra leyenda cuenta que, si un niño con raquitismo lo atraviesa nueve veces, se curará. Lo cierto es que los turistas asoman la cara en el centro del círculo para hacerse la foto. Yo no hice nada parecido, pero sí pensé en mi padre, puse una flor sobre el círculo, y en un intenso silencio me despedí de él.

¿Qué gentes levantaron esas piedras? Lo ignoro, pero sé que esas obras son infinitesimales comparadas con los trabajos del mar y del viento sobre la misma materia, el cuerpo de las rocas. Después de Mên-an-Tol fuimos a Pendeen, donde hay un faro, y no me esperaba encontrarme dialogando con las piedras una vez más, esta vez en forma de dramáticos, bellísimos acantilados desplomándose sobre el agua azul y blanca de tan explosiva. Qué visión, una orilla del planeta esculpida con el gran cincel del tiempo y expresándose en gigantescas lajas, capas, estratos de la piel de nuestro mundo y diciéndome que todo pasa, que vamos y venimos como gotas de espuma rompiéndose contra los acantilados, que nuestras vidas son apenas nada (siendo tanto), que mi tristeza personal ya podía desvanecerse porque mi padre estaba en todos lados, en el viento y en el mar y en las mismísimas piedras que me hablaban, tranquilizándome, regalándome la serenidad de saberme afortu-

nado y transitorio.

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