El consumo de las familias bajo presión

BRÚJULA ECONÓMICA

Arturo Vieyra*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Por su importancia social y económica, el consumo de las familias es por mucho el componente principal de la economía mexicana. Durante los primeros meses del año los resultados han sido satisfactorios en lo referente a la dinámica del consumo. Cifras del Inegi al mes de abril confirman una recuperación saludable del gasto de los consumidores con un promedio anual de 8.6% durante el primer cuatrimestre del año. Este buen desempeño se vio reflejado en otros indicadores, como en las ventas reportadas por la ANTAD y del Inegi y del gasto en consumo duradero (ello a pesar de la contracción en las ventas de automóviles).

Desafortunadamente, a pesar de la lectura positiva de los datos recientes de consumo, es previsible que para la segunda mitad del año disminuya su crecimiento, incluso, algunos indicadores como el de las ventas ANTAD ya perfilan esta tendencia. Cálculos propios apuntan a que el avance anual disminuye en la segunda mitad del año por debajo del 3%. Para argumentar este pronóstico vale la pena hablar sobre los determinantes y su perspectiva.

Si bien el consumo de las familias cubre la mayor parte de la producción nacional (68% del Producto Interno Bruto), no sólo el entorno local afecta su desempeño, también está influenciado por la dinámica económica global, particularmente, en este año, la inflación afecta con mucha fuerza la calidad y cantidad de consumo de las familias. En especial, la alta inflación que registra el país está motivando una pérdida de dinamismo, e incluso, un cambio sustancial en los patrones de consumo.

Si consideramos que buena parte del apoyo al consumo viene por el avance de los salarios que, en junio a pesar de la alta inflación la remuneración promedio del IMSS se incrementó 2.9% (buena parte impulsado por el aumento al salario mínimo a principios del año), la naturaleza de la inflación basada en el alto crecimiento de los precios de los alimentos promueve distorsiones en el gasto de los consumidores. Si en lugar de tomar la inflación general tomamos los precios de los alimentos para calcular el salario real, el avance mencionado prácticamente desaparece, es decir, el salario real no crece.

Con ello, además se genera un cambio en el patrón de consumo, pues los salarios ahora se destinan más al gasto en alimentos que en otros bienes, afectando sensiblemente a la baja el gasto en bienes duraderos, en detrimento de la calidad del consumo. Asimismo, aunque el empleo ha venido creciendo, los nuevos puestos de trabajo se están ubicando en los estratos de más bajo ingreso, fortaleciendo el deterioro en la calidad de consumo mencionada.

Sumados al efecto perverso de la inflación, otros elementos como la restricción al crédito, las tasas de interés más altas, el sobreendeudamiento de algunos segmentos de la población ocurridos durante la pandemia, el escaso crecimiento económico que se anticipa para el segundo semestre y la consiguiente menor creación de puestos de trabajo, en el mejor de los casos, serán parcialmente compensados por el constante apoyo de las remesas provenientes de Estados Unidos y por el sostenido gasto social del Gobierno federal. Sólo una baja drástica de la inflación podrá contener la desaceleración del consumo y su menor calidad, lo que este año se ve improbable.

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