Damnatio memoriae

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

L a práctica de condenar al olvido a una persona –que en latín se denominó damnatio memoriae– se encuentra en muchos pueblos y culturas. Para llevar a cabo esta sentencia se destruyen las estatuas, los monumentos, las inscripciones, los libros, las fotografías, los documentos o cualquier otro testimonio de un individuo. Se prohíbe recordar al condenado y nadie puede ni siquiera susurrar su nombre.

Esta práctica fue común en la antigüedad. Así se intentó borrar la memoria de poderosos faraones egipcios, como Akenatón, y de despiadados emperadores romanos, como Calígula. A pesar de su crudeza, esta pena se sigue llevando a cabo en nuestros días, aunque quizá con menos contundencia. En México, por ejemplo, se borró el nombre de Agustín de Iturbide del muro de honor del Congreso en 1921. En la Unión Soviética, durante el régimen de Stalin, se eliminó la figura de Trotsky de las fotografías oficiales. En España se han cambiado los nombres de calles y plazas que recordaban a la dictadura franquista.

La damnatio memoriae es un acto de justicia post mortem sobre quienes cometieron crímenes espantosos, provocaron calamidades o abusaron de su posición de poder. Lo que se busca con ello no es sólo poner las cosas en su sitio, sino castigar, aunque sea después de la muerte, a quien realizó semejantes atrocidades. Para acabar de liberarnos del yugo del tirano, destruimos aquello que nos hace recordar las desgracias que cometió. Se trata, por lo mismo, de una labor terapéutica. El olvido nos ayuda a curar las heridas, a darle la vuelta a la página, a enfrentar el futuro con mejor ánimo.

Así como hay una damnatio memoriae pública, también hay una privada. Cuando decidimos dejar de hablar de alguien, de romper sus cartas, de tirar sus fotografías, lo que buscamos, en un plano individual, es lo mismo que se busca en el plano colectivo: liberación, justicia, purgación. Éste es el castigo que le damos a quienes tuvieron más de lo que se merecían, a quienes fueron injustos con los demás, a quienes hicieron daño a sus seres más cercanos, a quienes no cumplieron con sus promesas. Dejamos de hablar de ellos para siempre, como si de esa manera pudiéramos castigarlos, aunque ese castigo llegue tarde, cuando ya no puede conocerlo ni sentirlo el condenado.

Tarde o temprano, todos, buenos o malos, justos o injustos, héroes y villanos, dejaremos de ser recordados. Las más majestuosas estatuas de mármol quedarán reducidas al polvo. No hay memoria que dure para siempre.  No obstante, ello no debe detenernos para seguir imponiendo la ley del olvido a quienes se lo merecen. No podemos dejar que la muerte deje impune los pecados de los fallecidos. ¿Acaso no es esa la misma intuición que nos hace suponer que tendría que haber un juicio final, que no deje a ningún culpable impune?

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