Otra vez la violencia y la intolerancia vinculadas al fanatismo religioso. El atentado contra Salman Rushdie captó la atención global por las impactantes escenas del momento en que el agresor apuñaló varias veces al novelista y ensayista británico.
Este intento de asesinato es el episodio más dramático ocurrido desde que, hace ya 33 años, en ocasión de la publicación de la novela Los versos satánicos, el entonces líder máximo de Irán, Ayatolá Ruhollah Jomeiní, emitió su infame y célebre fatwa —una suerte de exhorto dictado por autoridades religiosas, que, dadas las características del régimen teocrático iraní, en realidad no es opcional—, por la que no sólo puso precio a la cabeza de Rushdie, sino que también condenó a muerte a “todos los editores y editoriales conscientes de su contenido”.
Habría sido muy ingenuo no prever lo que iba a provocar la más célebre novela de Rushdie, de origen indio y de una familia de creencias musulmanas, de las que se separó. En su momento, el autor ofreció disculpas a quienes se sintieran ofendidos con el contenido de la obra, aunque también refutó magistralmente las acusaciones de blasfemia. Ni una cosa ni la otra surtió efecto: la fatwa de Jomeiní se mantuvo y, por desgracia, ha tenido, y probablemente seguirá teniendo, profundas implicaciones.
Lo que ocurrió este 12 de agosto contra Rushdie —tras haberse visto obligado a vivir una década oculto y con protección policial, entre otras medidas de protección— es el punto culminante de varios atroces actos violentos, que incluyen el asesinato a puñaladas del traductor de la novela al japonés, Hitoshi Igarashi; los ataques al traductor al italiano, Ettore Capriolo; el disparo al que sobrevivió el editor en Noruega, William Nygaard; y las muertes ocurridas en febrero de 1989, en la India, durante el ciclo de protestas contra la aparición de Los versos satánicos.
Por eso hay que contextualizar la gravedad del atentado: va mucho más allá del ataque a un individuo y hay cuestiones fundamentales en juego. Pocas personas como Rushdie han sido tan atacados y perseguidos por el fanatismo religioso. El ataque de Chautauqua recuerda otras agresiones —como aquéllas contra los autores y editores de la publicación satírica francesa Charlie Hebdo—, pero Rushdie ha sido, sin duda, el apóstata predilecto de la época. La emisión de la fatwa fue considerada tan grave que llevó, en aquel momento, al rompimiento de relaciones diplomáticas entre el Reino Unido e Irán, así como al distanciamiento de las demás potencias europeas de Teherán. En esa lógica, y viendo la actitud festiva y complaciente que ha tomado el régimen iraní respecto al atentado, puede preverse que esto afectará las negociaciones para reactivar el acuerdo nuclear entre Irán y las potencias del ramo, encabezadas por Estados Unidos, y que la Unión Europea ha impulsado decididamente.
El otro lado de la moneda es el inevitable “efecto Streisand”: desde los primeros ataques y represalias, Rushdie se volvió celebridad mundial, sus libros se vendieron como pan caliente, y se convirtió en un símbolo vivo de la defensa de la libertad de expresión, en razón de lo cual fue nombrado Caballero del Imperio Británico por la Reina Isabel II. No es gratuito que, en Occidente, todas las fuerzas políticas y la intelectualidad liberal hayan salido a condenar sin ambages el ataque, que además incide en la proliferación de los discursos de odio. Un atentado, pues, de enorme magnitud y muy graves consecuencias.