Lula es, quizás, el líder de masas más exitoso del mundo democrático. A pesar de que otros personajes tienen niveles de popularidad similares a los de Lula, el liderazgo del expresidente y ahora candidato a la presidencia en Brasil se distingue por el fervor de sus seguidores y por muestras multitudinarias de apoyo, no en encuestas o en las redes sociales, sino en las calles —sólo líderes como López Obrador y el expresidente Trump tienen, hoy en día, una capacidad de movilización similar a la del exlíder sindical—.
De acuerdo con las encuestas, Lula lidera la carrera a la presidencia en Brasil por más de 10 puntos porcentuales. Aunque los pronósticos aún no le otorgan la victoria en la primera ronda, y probablemente tendrá que ir cara a cara con Bolsonaro en una ronda final donde se augura su victoria, la popularidad de Lula en Brasil es indiscutible. El regreso de Lula, sin embargo, parecía sumamente improbable hace tan sólo dos años.
Después de gobernar ocho años con un rotundo éxito —sacando a más de veinte millones de brasileños de la pobreza y convirtiendo a Brasil en la quinta economía mundial y líder en el ámbito internacional—, Lula dejó la presidencia con un impresionante 83 por ciento de aprobación popular. No obstante, como suele suceder en América Latina, gran parte del éxito del proyecto de Lula dependía de la fuerza política del expresidente. Cuando la crisis económica azotó a Brasil durante el segundo mandato de su sucesora, Dilma Rousseff, las fuerzas contrarias a su proyecto de Estado de bienestar —una amalgama entre políticos de derecha, empresas privadas y medios de comunicación— aprovecharon la coyuntura no para vencer al PT de Lula y Rousseff en las urnas, sino para orquestar un golpe de Estado y terminar abruptamente el gobierno de Dilma. En cuestión de meses, la procuraduría, coludida con la oposición, conseguiría poner a Lula tras las rejas.
Lula pasó 580 días en la cárcel hasta su liberación, después de que se desecharan los cargos cuando se comprobó la imparcialidad del procurador que buscó su condena. Sin embargo, no hubo un solo día sin que sus seguidores se postraran fuera de la cárcel gritando “buenos días, Lula”, dándole a su líder las fuerzas para seguir. La liberación de Lula se convirtió en una fiesta cuando el líder se encontró afuera de la cárcel a miles de sus seguidores esperándolo en una marea de camisas rojas y gritos de felicidad. Sin embargo, el Brasil que Lula encontró ya no era el mismo; devastado por una crisis económica, con cientos de miles de muertos por la pandemia, millones de retorno a la pobreza y el Amazonas en llamas a manos de intereses económicos rapaces, está al borde de la crisis absoluta.
Para derrotar a Bolsonaro, Lula sabía que no podía contar sólo con su popularidad. En una maniobra política clásica de un líder que no solamente sabe encender a su base, sino crear consensos políticos como pocos, Lula decidió ungir como candidato a vicepresidente a Geraldo Alckmin —líder de centroderecha, exalcalde de Sao Paulo y antiguo rival de Lula por la presidencia en 2006—. La semana pasada, después de años de ataques en su contra en la principal televisora de Brasil, Globo, Lula regresó al programa Jornal Nacional a hablar con la nación. Citando al filósofo Paulo Freire, Lula subrayó que en la política, a veces “es necesario unir a los divergentes para enfrentar a los antagonistas”. Líder de masas y consensos, Lula, a sus 76 años, está listo para tomar la presidencia de Brasil.