Las democracias no colapsan estrepitosamente de la noche a la mañana. El proceso de degradación institucional que permite la entrega del poder absoluto a una persona o grupo avanza gradualmente hasta que se llega a un punto de no retorno.
Después de una deriva que comenzó en 2019, El Salvador parece haber llegado a ese momento, pues el presidente Nayib Bukele ha anunciado que buscará la reelección, aun cuando está prohibida en su país.
El presidente Bukele aprovechó los festejos de la independencia de El Salvador el pasado 15 de septiembre para declarar que rompería con el orden constitucional que explícitamente prohíbe la reelección. El artículo 155 de la Constitución salvadoreña expresa: “El periodo presidencial será de cinco años y comenzará y terminará el día primero de junio, sin que la persona que haya ejercido la Presidencia pueda continuar en sus funciones ni un día más”. El pasado revolucionario de El Salvador llevó incluso a establecer que: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”. Estas reglas no son gratuitas, pues el país, así como la región, han sido víctimas de regímenes totalitarios y dictatoriales que se han eternizado en el poder.
El problema es que cada vez son menos las personas que podrían tratar de aplicar o defender estos preceptos, pues el régimen ha desactivado previamente cualquier posible contrapeso que pudiese frenarlo. Todos los integrantes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador, por ejemplo, fueron sustituidos en mayo del 2021, después de que en las elecciones legislativas de ese año el partido de Bukele obtuvo 66% de los votos. Los legisladores oficialistas cambiaron a los magistrados y colocaron personas afines al régimen.
Algo equivalente sucedió con el Fiscal General, que bajo la acusación de tener vínculos con la oposición, fue destituido. Bajo una estrategia clave del populismo de pretender que una parte del electorado es el todo, Bukele se asume como la voz de todo el pueblo y no sólo de un porcentaje.
El problema es que esta creencia ha ido de la mano de una consolidación real de poder. Por ejemplo, el 9 de febrero de 2020, Bukele entró al Congreso acompañado de los militares para obligar a los legisladores a aprobar su voluntad. También su mayoría legislativa le ha dado poderes extraordinarios para implementar su política de mano dura contra la delincuencia — que en más de una ocasión ha equiparado a opositores con traidores y criminales que también han sido perseguidos como delincuentes—. Aunque estos poderes durarían sólo un mes después de marzo de este año, se han refrendado hasta hoy. Igualmente, su potente estrategia propagandística, que funciona principalmente en redes sociales, lo ha convertido en el mandatario con mayor aprobación en la región. Esta popularidad también ha servido para atacar a la sociedad civil y a periodistas, que eran el último reducto que documentaba y denunciaba los actos de corrupción y abusos por parte del gobierno de Bukele. El último enemigo del presidente salvadoreño parece ser la democracia, pero quedan cada vez menos personas que se atrevan a defenderla.