Primer semestre de licenciatura, primera semana de clases: “Ustedes vienen a estudiar Letras porque conocen cuentos de Borges o terminaron Cien años de soledad. Saben mucho. Durante cuatro años van a leer con desesperación, más de lo que nunca imaginaron posible, pero ojalá al terminar la carrera digan: ‘No he leído nada’”. Me cayó pésimo aquel doctor (de nombre horrendo), que impartía Literatura Medieval.
Un día nos presentó a Jorge Manrique, cuyos versos arrancan: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”. Qué deslumbre. De ahí en adelante abrió para nosotros, con esplendidez e inteligencia de escándalo, obras de las que no teníamos idea. Poco a poco lo intuí: más que darnos una nota quería enseñarnos a enfrentar un texto, situarlo en la tradición, estructurar un análisis propositivo y, sobre todo, disfrutarlo más desde las entretelas. Practicaba lo citado por Rosario Castellanos: “Entender, el verbo más generoso del idioma”. Su afán era que aprendiéramos a entender.
Más amigable que puntual, bastante más irónico que sistemático, fue inoculando en nosotros su apetito. Durante un año me pareció que lo mejor de su semana era hablarnos de las jarchas, de El Conde Lucanor, La Celestina. Aquello era invaluable. También nos dio Siglos de Oro; en 1996 fue mi asesor de tesis sobre El laberinto de Fortuna, poema del medievo. En gran medida le debo el pensamiento crítico y el placer de analizar un texto, la no-solemnidad lectora. Junto con un puñado de otros maestros me dio saberes para arraigarme en el mundo desde el oficio literario, con ojos abiertos y algo menos cándida. Sin paraguas.
Además de formar generaciones tanto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM como en El Colegio de México, fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; en 2014 estuve en su ceremonia de ingreso. Como de costumbre nos deslumbró con el Romancero, mientras su humor sulfúrico nos hizo reír. Nunca perdimos contacto. Se alegró genuinamente con cada uno de mis logros, me animó en los retrocesos. Siempre pendiente de mis libros, los leía, me comentaba. Jamás olvidé llamarlo el 18 de enero, por su cumpleaños.
“Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”.
Supe de su fallecimiento hace unos días. Aunque ha de crecer una capa fina de piel sobre esta herida, cuánto me rompe la compostura la ausencia en el mundo del primer maestro que me regaló la certeza de que vivir de la literatura es privilegio irreductible.
Por cierto, luego de la carrera y la maestría en Letras llevo muchos años de recetarme libros por vicio y sin pudor, pero en realidad no he leído nada. Gracias siempre, Aurelio González.