Chiapas, como gotas de limón en la herida…

GENTE COMO UNO

Mónica Garza*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

México es un país de tan profundos contrastes, que del Norte al Sur parece que uno va cambiando no solo de estado, sino de país completo, pero son las comunidades rurales las que mejor retratan la realidad de sociedades que escriben sus historias a muy distinto ritmo.

Hace unos días visité el estado de Chiapas, donde los caminos son sinuosos en todo sentido, las tradiciones profundamente arraigadas, los pleitos religiosos tan letales como inverosímiles y la dignidad indígena tan firme, como evidente su pobreza.

Chiapas tiene una población mayoritariamente rural, de hecho, es el mayor porcentaje en México con el 51.3% según el Inegi, y donde es inevitable hacer una parada en la situación de sus mujeres indígenas.

Honrando sus usos y costumbres, ellas no cuentan con las mismas condiciones de igualdad que los varones, en educación, salud, trabajo y de participación política, es mejor ni hablar.

Aunque curiosamente hoy sea una mujer la que sonríe en decenas de espectaculares de publicidad electoral —anticipada— a lo largo de las curvosas carreteras de la región.

Yo iba en viaje de placer pero —como siempre me pasa— se me atravesó una historia como una espada en el pecho, como gotas de limón que caen sobre una herida abierta, tan profunda, que en cientos de años no ha podido sanar.

Y es que salta a la vista cómo las mujeres indígenas chiapanecas enfrentan grandes retos por la desigualdad de género y si sumamos una condición de discapacidad al cuadro, el color se torna dramático.

Llegué a San Juan Chamula y por vez primera era por puro placer, porque las anteriores había ido solo de trabajo, apresurada en horas de carretera y minutos de grabaciones.

Ésta era la primera vez que iba a poder pararme con calma frente a su emblemática iglesia y tomarme la fotografía del recuerdo aunque fuera de contrabando, por las creencias locales y su sincretismo, detenido en el tiempo, como su lengua y los vestidos de los santos.

Ahí conocí a Lola. Se me acercó saliendo de la iglesia de San Juan Bautista, junto con otras mujeres tsotziles que al igual que ella me ofrecían figuras del Subcomandante Marcos a caballo, cosidas en algodón y manta, y bolsas de lana con bolitas de colores hechas de hilos de estambre.

Indígenas llegan a la iglesia de San Juan Chamula, el año pasado.

Me di cuenta de inmediato que ella era diferente, primero porque todo el tiempo sonreía, su mirada estaba extraviada y aunque no era menos insistente que las demás en el ánimo de vender, cojeaba un poco y su hablar terminaba de delatar su discapacidad.

Junto a ella venía Daniel, un chiquito de 7 años que también vendía en la calle, sin embargo advertí que lejos de competir con ella la oportunidad de vender, él parecía cedérsela. La cuidaba…

Y también fue Daniel quien me ayudó a interpretar el atropellado español con el que la joven me contó su casi predecible historia:

¿Cómo te llamas?… Lola.

¿Desde qué hora estás aquí vendiendo?… Llego a las 5 de la mañana.

¿Vives muy lejos?… No. Una amiga me cuida a mis hijos para que me pueda venir a vender hasta las 8.

¿Cuántos hijos tienes?… tengo tres hijos.

¿Qué edad tienes Lola ?…Tengo 33 años.

¿Y qué edad tienen tus hijos?… Tengo un niño de seis que cuida a mi mamá, una niña de 4 y uno de casi dos años.

¿Y a todos los cuida tu amiga ?… Sí, para que yo me venga a vender…

La joven presentaba características de lo que podría ser una parálisis cerebral en nivel uno. Su entendimiento era impecable, hablaba tzotzil y español, aunque se expresaba con dificultad.

No fue necesario hacer muchas más preguntas para adivinar el drama de Lola, que incontrolablemente sonreía. Una joven con discapacidad con jornadas de trabajo de más de 12 horas en la calle y con tres hijos de quién sabe quién…

De acuerdo con datos de la Red Global de Personas Indígenas con Discapacidad, en México hay siete personas con discapacidad por cada 100 en una población indígena.

Y en el caso de ellas, sobrevivirlo es heroico, como lo describe la periodista Barbara Anderson, porque “las personas con discapacidad en este país tienen un super poder maldito que es la invisibilidad”, me dijo hace poco.

Y si a eso le sumamos ser indígena, la invisibilidad irá por partida doble, donde la realidad nos escupe a cada paso que nada cambia, que esa situación en nuestro país no mejora, por imperdonable que sea…

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