Mañana, 18 de enero, se cumplen cien años del natalicio de Ricardo Garibay. Los lectores más fieles de esta columna recordarán que en ella han aparecido varios artículos sobre la obra de ese escritor mexicano.
Garibay es uno de mis escritores favoritos del siglo anterior. No pretendo ser un especialista en su obra, pero sí diría que la he leído y releído durante décadas. No podría desarrollar todas mis impresiones sobre la escritura y la personalidad de Garibay en un artículo de estas dimensiones. Aquí quisiera señalar algo que he observado recientemente acerca de la recepción más reciente de su obra.
Tengo la sospecha de que el Garibay que se seguirá leyendo como un clásico inobjetable de la literatura mexicana es el autobiógrafo y el cronista. Para ser más exactos, el Garibay más perdurable es el de Beber un cáliz, Fiera infancia, Cómo se gana la vida, Las glorias del gran Púas, Acapulco y Diálogos mexicanos, y el Garibay que quizá quede como un digno objeto de estudio de los especialistas en la literatura mexicana es el de Mazamitla, La casa que arde de noche, Par de reyes, Taíb y Trío. Esta sospecha la fundo en dos razones. La primera, muy subjetiva, es que los libros del primer grupo son lo que tengo más a la mano, los que releo, los que me vienen a la mente, mientras que los del segundo grupo están más al fondo de mi librero, no los vuelvo a abrir, casi se me olvidan. La segunda razón de mi sospecha, acaso más objetiva, es que me he dado cuenta de que los críticos más recientes de la obra de Garibay destacan más los libros del primer grupo que los del segundo. Esto se puede constatar en los artículos que han aparecido en la prensa sobre Garibay en lo que va de este año.
Garibay fue un observador único de la realidad mexicana del siglo XX. Convivió estrechamente con las mejores mentes de su generación, como Emilio Uranga y Rubén Bonifaz Nuño, conoció de cerca a los políticos más poderosos de su época, como Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, y se movió con soltura en medios tan dispares como los del periodismo, el boxeo, la administración pública, los burdeles, las cantinas, los centros de espectáculos, la industria del cine, las vecindades más sórdidas y las residencias de los millonarios. No hubo rincón de México que no conociera. Como el Ixca Cienfuegos de la novela de Fuentes, Garibay fue un testigo ubicuo de todos los estratos de la sociedad mexicana.
Ricardo Garibay fue un hombre de su siglo, de un México que nos resulta, hoy en día, muy lejano, pero que apenas hace unos instantes palpitaba con una intensidad que los que no lo conocieron no pueden ni siquiera imaginar.