La interrupción

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

En la historia de la poesía, habría que dedicarle un pequeño capítulo a la interrupción. El poeta es un ensimismado que asiste al milagro del poema mientras la gente se agrupa para enfrentar al enemigo. Nada, ni una invasión, lo debe interrumpir. No es que el poeta sea alguien muy importante: al contrario, es nadie, y siendo nadie, recibe en un trance inexplicable al poema que en él se escribe.

La interrupción corta ese trance. Samuel Taylor Coleridge, famosamente, soñó un poema perfecto (tal vez inducido por el consumo de opio): se despertó y comenzó a transcribir lo que hoy conocemos como el fragmento lírico “Kubla Khan”, y todo estaba fluyendo perfectamente hasta que alguien llamó a su puerta. Lo que queda son “cincuenta y tantos versos rimados e irregulares, de prosodia exquisita”, según Borges, un fragmento de poema tan bello que quien lo sepa analizar podrá “destejer el arcoíris”, según Keats. El llamado a la puerta de Coleridge desvaneció el misterioso trance de la transcripción y es conocido como “la persona de Porlock”, frase hoy usada para referirse a cualquier visita indeseada. El poeta que escribe sabe, aunque no puede explicar, que algo especial está sucediendo y que no puede abandonarlo, aunque su madre agonice. Suena exagerado, pero no lo es. En su poema “Darío”, C. P. Cavafis cuenta la historia de Fernaces, el poeta que está componiendo su gran obra épica sobre el rey Darío. Totalmente abstraído, Fernaces analiza los sentimientos de Darío al ascender al trono: ¿sentía arrogancia y embriaguez de poder, o tenía plena conciencia de la vanidad de su grandeza? “El poeta medita con hondura la cuestión”, cuenta Cavafis, pero entonces entra aprisa su sirviente y le informa la grave noticia: ha estallado la guerra con los romanos… ¡Qué desgracia! “¡Qué retraso, qué retraso para sus planes!” La guerra con Roma no es tan importante como la ejecución de su “Darío”, poema con el cual podía por fin cerrar la boca de sus envidiosos detractores. Y ojalá fuera tan sólo un retraso, pero seguramente será más, un exilio en Amiso, una ciudad no especialmente fortificada… Son terribles enemigos los romanos, ¿podrán los capadocios acabar con ellos? “Dioses poderosos, protectores de Asia, socorrednos”. Acompañamos al poeta en su sufrimiento, pero en medio de toda su confusión y desgracia, en plena interrupción, el poema persevera: “Lo más probable es que fuera arrogancia y embriaguez de poder. / Arrogancia y embriaguez de poder debió sentir Darío”. En este caso, la interrupción (una guerra con Roma, ni más ni menos) no corta el hilo reflexivo del poeta. Algo sabía Cavafis sobre la interrupción, pues le dedica un breve poema cuyos dos primeros versos son bellos y contundentes:

“La obra de los dioses la interrumpimos nosotros,

torpes y apresuradas criaturas del instante.”

Hubo un limbo mítico que hoy se interrumpe, ¡y cuya interrupción somos nosotros! Probablemente la poesía que llevamos miles de años escribiendo sea en sí misma una interrupción, una interrupción del silencio primigenio, una caída en el tiempo, un despeñadero del paraíso que intentamos reconstruir, torpes criaturas del instante, con nuestras limitadas palabras. Acaso todo el arte sea, no más pero no menos, una interrupción.

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