Si en un espejo debemos voltear a vernos con preocupación, es en la deriva autoritaria de Nicaragua de la mano del dictador Daniel Ortega, que a lo largo de los años ha avanzado impunemente en la consolidación de su poder, al extremo de poder encarcelar, torturar, exiliar, asesinar y hasta quitarle la nacionalidad a cualquier persona que le resulte incómoda, bajo la excusa de ser “traidores a la patria”.
Al mismo tiempo que 222 presos políticos nicaragüenses volaban fuera del país por la “gracia” de la dictadura que los liberó después de años de encierro en el centro de tortura de El Chipote —que eufemísticamente es denominado como “complejo policial”—, el poder legislativo aprobaba una rápida reforma constitucional para arrebatarles su ciudadanía. De acuerdo con la nueva disposición de su artículo 21 constitucional, “los traidores a la patria pierden la calidad de nacional nicaragüense”.
Para el régimen de Ortega, se traiciona a la patria intentando competir en las elecciones; documentando las violaciones a los derechos humanos que ha cometido su gobierno; ejerciendo el periodismo para describir lo que pasa en la realidad fuera de los discursos; alzando la voz contra sus arbitrariedades o teniendo el atrevimiento de siquiera cuestionarlos y ser denunciado por ello. Esto es evidente al ver los múltiples perfiles que fueron expulsados: estudiantes, periodistas, integrantes de la sociedad civil, políticos de partidos de oposición, intelectuales, líderes religiosos y hasta antiguos compañeros del propio Ortega.
Y aquí es donde el paralelismo debería llevarnos a la reflexión, pues precisamente ésos son los primeros grupos que son señalados por los poderes populistas y autoritarios, que pretenden aniquilar el pluralismo de una sociedad. Cuando una persona, grupo o partido pretenden asumirse como las únicas expresiones válidas de poder y de lo que es correcto y aceptado, se abren las puertas para avanzar por un camino que tristemente hemos visto que ha sido transitado en más de una ocasión y latitud. Encargarse de los traidores a la patria fue la misma justificación para las purgas de Stalin en la URSS, las ejecuciones de Mao en China, las desapariciones de Pinochet en Chile, el terror de Mengistu en Etiopía, el salvajismo de los militares en la dictadura argentina, los exterminios de Khmer en Camboya, la expulsión de los Rohinyá en Myanmar y un largo, larguísimo, etcétera.
Expulsar a alguien de su propia patria por representar un peligro para la sociedad, es una figura paradójicamente vinculada con la democracia griega clásica. En Atenas, como una manera de mantener el equilibrio político y evitar la concentración excesiva de poder en una sola persona, una vez al año se convocaba a una asamblea en que los ciudadanos podían nominar y votar para exiliar a esa persona peligrosa para la democracia por 10 años, condenada al ostracismo. A quien usualmente se expulsaba era a figuras políticas o económicas que habían adquirido demasiado poder. Bajo esa lógica, los nicaragüenses seguramente votarían por expulsar a Ortega, como indican diversas encuestas recientes, pero hoy tienen a las armas y violencia del régimen para silenciarlos e intimidarlos. Esto no pasó en un solo día y, precisamente por eso, cada paralelismo y silencio sobre lo que pasa en Nicaragua debería preocuparnos.