Después de que en octubre del año pasado el Congreso del Partido Comunista chino sufrió una purga en sus órganos de dirección para remover cualquier posible oposición o estorbo a la voluntad total de Xi Jinping y aprobar cambios constitucionales para permitir reelegirse una vez más, hace unos días el mandatario chino logró formalizar su tercer mandato como presidente, por lo que gobernará otros 5 años que podrían extenderse hasta 2032. En este periodo se consolida el poder de Xi Jinping, haciendo que no haya ninguna figura que le haga ningún tipo de sombra y profundizando el curso de colisión con Estados Unidos.
El Comité Permanente del Politburó es el órgano central del partido único y del gobierno, y está compuesto por siete de los 25 miembros del Comité. Durante el último Congreso del partido se renovaron cuatro miembros de este Comité y los tres que permanecieron fueron Xi Jinping y dos personas de su confianza. Entre los que fueron reemplazados se encontraban Wang Yang y Li Keqiang, figuras pertenecientes a la facción Tuanpai, conocida como el grupo procedente de la Liga de la Juventud China, al que también pertenece el expresidente Hu Jintao. Esta facción ha tenido múltiples diferencias con el grupo liderado por Xi Jinping, lo que culminó con la escena en que el expresidente fue retirado por personal de seguridad del Congreso del partido, frente a los ojos de todos. Los nuevos integrantes del Comité son leales al presidente, lo que neutraliza cualquier indicio de pluralidad que pudiera haber existido.
Para garantizar la adhesión al pensamiento único del líder, las ideas y discursos de Xi Jinping no sólo se difunden con cuidado y amplitud en las escuelas y las estructuras gubernamentales, sino que también son supervisadas por una institución de pensamiento supremo: la Comisión de Seguridad Nacional del Partido Comunista de China, presidida por el propio Xi. Esta comisión es responsable de supervisar y controlar todos los asuntos relacionados con la seguridad nacional y la política exterior, incluyendo políticas económicas, sociales, culturales e ideológicas.
De esta manera, Xi Jinping tiene el poder exclusivo de determinar qué constituye una amenaza a la seguridad nacional sin ninguna interferencia externa. Además, él decide qué deben perseguir los organismos represivos del Estado y qué delitos deben ser castigados con penas más severas por los tribunales chinos. Con estas herramientas a su disposición, el control absoluto de China está concentrado en manos de una sola persona, consolidando su poder y haciendo que prácticamente nadie levante la voz contra él.
Esto puede parecer una gran noticia desde la perspectiva de las grandes políticas y esperanzas del modelo de Xi Jinping para restaurar el orgullo imperial milenario de China. Sus planes para neutralizar a sus vecinos y rivales y convertirse en una potencia militar regional que pueda disuadir a Estados Unidos de actuar en su contra avanzarán sin cuestionamientos. Sin embargo, también son un grave riesgo, pues el terror desatado sobre una burocracia que sólo quiere complacer al líder inevitablemente crea gobiernos ineficaces cuyas capacidades reales son menores de las que aparentan. Ahora que ha comenzado la competencia abierta y declarada con Estados Unidos, se pondrá a prueba si este modelo autocrático no acaba siendo, como lo ha sido en otros milenios, la propia condena de China.