Pocos acontecimientos han tenido tanta relevancia global en los últimos tiempos, como el que observamos este sábado 6 de mayo: la coronación del rey Carlos III del Reino Unido y de su reina consorte.
Como es natural, la coronación del hijo y sucesor de la recientemente fallecida Isabel II ha suscitado diversas especulaciones sobre el futuro de la monarquía, tanto en el Reino Unido como en algunos de los otros países independientes —14 en total— que formalmente mantienen al monarca inglés como su jefe de Estado.
Pocas instituciones en el mundo tienen la longevidad de la monarquía inglesa. Se dice fácil, pero la coronación que el mundo presenció el fin de semana se realiza con sorprendentes elementos de continuidad, desde hace mil años. Los registros históricos indican que la tradición de coronar reinas y reyes británicos en la Abadía de Westminster inició en 1066, con Guillermo El Conquistador. Pocas instituciones tan arraigadas en la política, tradición y cultura, en todo el mundo, como la Corona en la psique de los británicos. No es gratuito que sea la monarquía más destacada e influyente a nivel global.
Por ello, más allá de las críticas, los niveles de aprobación o la polémica situación de determinados integrantes de la familia real —al final del día, una fotografía dentro de una tradición literalmente milenaria—, esperar el fin de la monarquía en el Reino Unido es como esperar la segunda venida del Mesías. Profetizar algo así en el corto plazo es simplemente absurdo. Casi como profetizar el fin del papado de la Iglesia católica, quizá.
Más allá de las críticas que se puedan hacer por los elevados costos de la ceremonia o por el mantenimiento de la familia real (aunque habría que revisar bien qué tan caras son las ceremonias de toma de posesión en varias repúblicas y cuánto cuesta el mantenimiento de sus presidencias), no deja de ser impactante atestiguar, en esta época, una ceremonia con tanta fastuosidad, simbolismo y sincretismo entre lo religioso y lo civil, para ungir no sólo al jefe de Estado del Reino Unido y otras 14 naciones independientes, sino también a la cabeza de la Iglesia anglicana (“defensor de la fe”) y de la Commonwealth. Es la primera vez que ocurre en este siglo y no había ocurrido en 70 años (la coronación de Isabel II fue en 1953). Quedarse en criticar lo ostentoso de la ceremonia o lo obsoleto —y, tal vez, ridículo— de la vestimenta del monarca, es perder de vista el fondo de un asunto que tiene múltiples e intrincadas ramificaciones políticas y culturales.
Carlos III es el monarca de mayor edad en ascender al trono británico en la historia registrada, lo que haría prever un horizonte temporal breve… aunque si se considera la longevidad de sus padres y de su abuela materna, es imposible saberlo. También es el primero que tiene un título universitario y que se ha involucrado directamente en diversas causas colectivas, como la defensa del medio ambiente. Por supuesto, su reinado tendrá importantes desafíos. Tendrá que lidiar con el aplastante peso y figura de su carismática madre (¿o, tal vez, aprovecharlos?). Su reto primordial será que —sin interferir, obviamente, en temas políticos, cosa que claramente el orden constitucional británico prohíbe— la Corona se mantenga como factor de unidad dentro del Reino Unido (ante las tentaciones separatistas de Escocia o las de reunificación de Irlanda) y en las otras 14 naciones de las que es jefe de Estado (conteniendo los movimientos republicanos), así como de la Commonwealth, esa peculiar comunidad de naciones antes sujetas al Imperio Británico, que, manteniendo un frente común para ciertos propósitos, pueden utilizar en su beneficio la influencia y peso internacional del Reino Unido —lo que exitosamente logró Isabel II—, una nación que, aún sin ser ya una potencia imperial, se mantiene como una de las más prósperas y poderosas del planeta.