Los libros nos dan placer por su contenido, pero también por su materialidad. Nos gusta el diseño de sus portadas, la tipografía con la que están impresos, la calidad del papel con el que están manufacturados, etc. Hay un factor adicional que pocas veces se menciona y que quisiera abordar aquí: su olor.
Yo soy de esas personas que cada vez que compra un libro lo huele. Lo abro a la mitad y meto la nariz entre sus páginas para olfatearlo con la mayor intensidad posible. Lo que se percibe es el olor del papel, de la tinta, del pegamento, de la cartulina. Es una mezcla única que suscita emociones ligadas a los más altos placeres intelectuales. Después de hacer esto, separo el rostro unos centímetros, cierro el libro y con el dedo pulgar abanico las páginas para percibir el olor que se desprende con su veloz movimiento. Éste es otro aroma, más ligero, más fresco, que también resulta gratificante para mí y, estoy seguro, para varios de mis lectores.
Con el paso del tiempo la fragancia de los libros se va perdiendo. Lo más común —por desgracia— es que vayan adoptando el tufo del polvo. Otros factores que modifican el olor de los libros son el exceso de sol y de humedad, que dañan el papel al grado de destruirlo. ¡Y qué decir de los hongos y las polillas!
Las bibliotecas públicas tienen sus propios olores que son el resultado de la aglomeración de miles de libros de todos los tipos y orígenes. Un libro demasiado manoseado adquiere una fetidez desagradable. Las librerías de segunda mano huelen diferente en México que en Estados Unidos o que en Inglaterra. ¿Por qué será?
Cuando los libros se guardan en libreros con puertas que los aíslan del ambiente exterior, adquieren las fragancias de sus maderas finas, así como los vinos adquieren las de las barricas en los que se añejan. Los volúmenes se impregnan de los olores del cedro o la caoba. Los libros de cada biblioteca personal huelen diferente. Podríamos decir que adquieren el olor del hogar de su dueño y que ese olor es irrepetible. Algunos capturan las huellas de los perfumes de las damas o de los tabacos de los caballeros.
Así como hay catadores de vino que pueden decir todo sobre un líquido con apenas olerlo, pienso que podría haber catadores de libros. Alguien que, con los ojos cerrados, dijera dónde y cuándo fue impreso, cuál es la editorial, cuál es su título e incluso, ya en el colmo de la perfección, en qué biblioteca estuvo guardado. Imagino a un catador fabuloso que oliera un libro y dijera con absoluta seguridad: “Ésta es la primera edición de Cien años de soledad y es el ejemplar que guardó mi abuelo en lo alto del librero de su estudio”.