En “Ragnarök” Borges nos cuenta que “En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que pensamos que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos”. En este mismo sentido freudiano, en el que la realidad onírica es cifra –en este ejemplo, de horror– escribe Spinoza en su Ética una cifra de deseo: “No intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. A este punto me quiero referir hoy.
Sin duda, la lectura de Tiempo de Spinoza (Editorial Leviatán 2023), libro de la filósofa argentina Diana Sperling, sería la mejor compañía para leer críticamente y problematizar con mayor precisión lo que intentaré plantear en este breve artículo.
Se trata de la articulación entre deseo y libertad de elección de un modo más bien asimétrico. Vemos a la libertad de elección restringida, poco libre y más bien forzada, sumisa al designio de los dados ya arrojados e incluso leídos por el deseo. Si Santo Tomás, con Aristóteles, consideraba a la elección como “un intelecto apetitivo o un apetito intelectivo”, en el caso de Spinoza más bien parece tratarse de un intelecto lento, crónico y postrero en relación a la inclinación desiderativa que ya ha ocurrido (que ya nos ha decidido).
El deseo
Me parece interesante problematizar la cuestión entre deseo, elección y la sustancia gozante que nos decide de antemano. Por un lado, la definición más conocida de deseo que da Spinoza se encuentra en el mismo escolio citado más arriba: “el deseo es el apetito acompañado de la conciencia del mismo”. Hasta allí, se trata de una coincidencia con la concepción aristotélico-tomista.
Sin embargo, al introducir la cuestión de que lo bueno es tal porque nos inclinamos por ello, lo apetecemos, porque lo deseamos y no a la inversa, se cuela algo de cierto deseo desligado de la conciencia, situado en esa “inclinación” que comandaría el juicio. Este luego se revela engañado, casi al modo del yo freudiano: tiene ilusiones de ser el amo pero en realidad obedece a sus vasallajes.
Al respecto, Spinoza señala que la libertad es una ilusión fundamental de la conciencia, una ilusión que le permite creerse agente de los eventos del mundo, que ocurrirían entonces de acuerdo a las finalidades anticipadas por la propia voluntad. Pero en realidad, la relación entre libertad y voluntad es engañosa: la libertad es ilusión que subyuga a la conciencia infatuada.
En este punto es notable también el spinozismo de Nietzsche. Él escribe en El crepúsculo de los ídolos: “¿Creemos intervenir nosotros mismos como causa en los actos de la voluntad y pensamos que allí, al menos, vamos a sorprender a la causalidad in fraganti. De igual manera nos figuramos que hay que buscar en la conciencia todos los antecedentes de un acto, y que buscándolos los hallaremos, como motivos, pues de no ser así no seríamos libres ni responsables de aquel acto”.
Pero el estatuto de estos motivos queda, para el filósofo alemán, del lado del engaño, una vez más se trata de la pobre conciencia engañada, medio tonta, que en realidad presenta como novedad lo que son noticias viejas y decisiones tomadas en otro lugar y en un momento lógico anterior: “La voluntad no pone ya en movimiento nada, ni por consiguiente, explica nada. No hace más que acompañar a los acontecimientos, y puede también faltar. Y ¡qué diremos del yo! El yo ha llegado a ser una leyenda, una ficción, un juego de palabras; eso ha dejado ya de pensar, sentir y querer”, escribe con su energía inconfundible.
Volviendo a Spinoza, si avanzamos en la lectura de la Ética, encontramos en la proposición LIX de la Parte tercera, “Del origen y naturaleza de los afectos”, su definición más conocida de “deseo”. La cita completa dice así: “El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella”. Aquí, al reclamar para el deseo una connivencia entre afección de la esencia humana y determinación desiderativa, Spinoza resguarda la conciencia, el desear intencional, que se habría visto resquebrajado si en vez de especificar “determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella”, simplemente hubiera dicho “determinada a hacer algo”. Este punto señala un distanciamiento importante con la concepción psicoanalítica del deseo, inconsciente.
¿Para qué los analistas?
Podemos hablar entonces, con Spinoza, de una inclinación aparentemente ignorada por el intelecto, entonces inconsciente. Pero sin embargo, el deseo humano es la esencia del hombre en tanto representa la conveniencia entre la representación de ese deseo y su realización. En este punto, notamos que se impone la presencia del Dios Trascendental, necesario, que inequívocamente es y con su ser rechaza la noción misma de contingencia. Lo que puede ser y puede no ser, lo contingente no tiene lugar en Spinoza.
De allí que aun esa inclinación que –previamente a toda percepción consciente– decide las imágenes que presentarán el deseo como cifrado, aún cuando al deseante le parezca exactamente a la inversa, hunde sus raíces no en el Ello freudiano, sino en la trascendencia de un Dios omnipresente y omnipotente. Esa inclinación se aleja de nuestra articulación entre deseo inconsciente y libertad electiva.
Esto es así porque el deseo, aunque pueda ser pensado como deseo inconsciente –ya que los designios de Dios, en tanto ser absoluto, no son transparentes para el hombre– en última instancia no deja de estar determinado por la omnipotencia divina. Sin lugar para el advenimiento de lo contingente, el ejercicio de cualquier libertad electiva resulta obturado por la necesidad.
Con Spinoza, entonces, aparece la posibilidad de pensar en un deseo inconsciente. Es cierto que prefijado y determinado de antemano por la potestad divina. Si me interesa señalar el paralelo entre el deseo humano determinado por el inconsciente en el sentido en que lo plantea el psicoanálisis, es para refrescar con el planteo spinoziano la pregunta por la intersección entre elección y deseo inconsciente.
Si Dios–inconsciente determina todas las posibilidades, si ya todo está escrito ¿qué lugar entonces para el ejercicio de la libertad electiva del hombre? Y si se trata de la clínica psicoanalítica ¿qué sentido tendría empezar un análisis? O lo que es lo mismo: ¿para qué los analistas? Este es el punto.
En un libro que publiqué en 2013, titulado La elección en psicoanálisis. Fundamentos filosóficos de un problema clínico, despliego extensamente este problema a la luz de los desarrollos de Aristóteles, San Agustín, Boecio, Santo Tomás, Jean Buridan, Kant, Hegel, Kierkegaard y Heidegger.
* Martín Alomo es Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis (UBA). Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).