El tema del suicidio no debe tomarse a la ligera. No sólo se trata de un asunto que toca fibras muy sensibles, sino que, además, como problema filosófico, es de los más hondos, acaso el mayor de todos, como alguna vez dijo Camus.
Samuel Beckett es uno de los autores más célebres del llamado “teatro del absurdo”. En las obras de esta corriente, la existencia humana queda reducida al sinsentido. Quizá la pieza más famosa de este repertorio sea Esperando a Godot, escrita en 1949 y estrenada en 1953.
En Esperando a Godot, dos personajes, Vladimir y Estragón, esperan a un hombre llamado Godot, que nunca llega. Mientras lo aguardan, suceden varias cosas irrelevantes que marcan el tiempo vivido en el que Vladimir y Estragón aguardan a Godot, personaje misterioso que nunca aparece en escena pero que envía un mensajero para avisar que no llegará, pero que mañana lo hará sin falta.
Se han dado numerosas interpretaciones de la obra de Beckett. Una de ellas es que Godot es Dios. No entraré aquí en aquella jungla hermenéutica. Lo que quiero es decir algo sobre el final de la obra en la que, desesperados, Vladimir y Estragón contemplan el suicidio.
Estragón le dice a Vladimir “¿Y si nos ahorcamos?”, Vladimir responde “¿con qué?”. Estragón le propone que usen su cinturón. Sin embargo, el cinturón de Estragón no es de piel, sino, como el de Cantinflas, es un vil cordón. Al quitarse el cinturón, los pantalones se le caen a la altura de los tobillos. Vladimir y Estragón jalan de una punta del cordón, para comprobar su resistencia, y se rompe en dos. Estragón le dice a Vladimir que mañana podrán traer una buena cuerda. Vladimir le responde que mañana podrán colgarse, a menos de que venga Godot. Estragón le pregunta “¿Y si viene?”. “Entonces estaremos salvados·, responde Vladimir. Después de un silencio, Estragón le pregunta a Vladimir, “¿Ahora que hacemos?”. Éste le responde, “vámonos, pero súbete los pantalones”. “¿Qué me quite los pantalones?”, pregunta el tonto de Estragón. “No, que te los subas”. Así lo hace Estragón. “Vámonos”, dice Vladimir, pero no se mueven y cae el telón.
Este final de la obra nos deja perplejos. No es lo mismo lo absurdo que lo ridículo, es más, parece haber algo inherentemente trágico en el absurdo, empero, Beckett se empeña en burlarse de la miseria de sus personajes, tanto así que los condena a un intento chusco de suicidio que ni siquiera son capaces de realizar.
Beckett hace uso de un recurso del teatro de vodevil más burdo: que se le caigan los pantalones a Estragón. Inmediatamente después, Beckett usa otro tosco recurso cómico, Vladimir le dice a Estragón que se suba los pantalones y Estragón le pregunta que sí se los quita. Estamos frente a un par de burlas groseras que contrastan con la gravedad del asunto: el suicidio de Vladimir y Estragón. El público se ríe del ridículo que hace Estragón en su fallido intento de quitarse la vida. ¿Por qué hace esto Beckett? Acaso no sabe que hacer bromas sobre el suicidio es de pésimo gusto y, más aún, algo profundamente ofensivo.
En este momento climático de la obra, podemos trazar un ir y venir de nuestra conciencia frente a la trama. Primero nos reímos automáticamente de Estragón, de su ingenuidad, de su estupidez. Luego, caemos en cuenta de que hay algo incorrecto en reírse de él, porque el suicidio no es algo de que lo uno pueda reírse. El tercer momento, el de la anagnórisis, es descubrir que Vladimir y Estragón nos representan y que, por lo mismo, el absurdo de su existencia también es el nuestro; al reírnos de Vladimir y Estragón nos hemos reído de nosotros mismos. El cuarto momento, el más perturbador, es entender que incluso nuestra muerte, como la de Vladimir y Estragón, puede ser objeto de la risa de un espectador externo. Después de estas vueltas de nuestra reflexión, el tema del suicidio adquiere otra dimensión: la muerte, cualquiera que sea su causa, no le da ni le quita nada al universo. En el orden o, mejor dicho, en el desorden supremo de las cosas, la muerte natural o accidental y el suicidio vienen a ser lo mismo: un detalle absurdo.